"Fidelidad" y "prudencia" antídotos a las tentaciones del demonio

Comentario al Evangelio del XIX Domingo del tiempo ordinario. Año C

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Es «pequeño» el «rebaño» del Señor, sin embargo es enviado a salvar el mundo. Es «pequeño», pero no importa: no son las estadísticas las que deciden la calidad y la importancia de las cosas. A Gideon, preparado para combatir contra los Madianitas, el Señor le dijo que era «demasiado numerosa» la gente que estaba con él; no queria que Israel se jactara diciéndo «mi mano me ha salvado.» Bastaron trescientos y los Madianitas fueron derrotados.

 Así también es hoy, quizás más que en otros momentos: «De la crisis actual emergerá una Iglesia que habrá perdido mucho. Empequeñecerá y tendrá que volver a empezar casi como desde el principio. Ya no será capaz de habitar los edificios que ha construido en tiempos de prosperidad. Con el disminuir de sus fieles, también perderá gran parte de los privilegios sociales. Volverá a empezar a partir de pequeños grupos, de movimientos y de minorías creativas que volverán a poner la fe en el centro de la experiencia… Será pobre y se convertirá en la Iglesia de los indigentes» (J. Ratzinger).

 Pobre, justo como el Papa Francisco desea que sea la Iglesia; pobre y sin embargo no le falta nada, porque goza de los únicos bienes a los que «los ladrones» no «pueden llegar» y que «la polilla» no «puede consumir.» Sus pastos, en efecto, tienen el sabor de la hierba siempre fresca del Reino que el «Padre» ha querido regalar a cada uno de sus hijos, la luz de la Palabra, la fuerza de los sacramentos y la dulzura de la comunión con los hermanos. Aunque, durante el camino, tiene que pasar por los valles oscuros de la angustia y el dolor, «no teme ningún mal», porque el Buen Pastor siempre está con ella, preparándole un banquete delante de los enemigos, las tentaciones del demonio y el mal incipiente.

 Por eso los cristianos no necesitan «poseer» nada: en Cristo han encontrado todo lo que el corazón desea; pueden «vender» sus proprios bienes y «darlos en limosna» porque tienen su «tesoro seguro en el cielo»; es allí donde Jesús ha preparado sus moradas, y sus «corazones» ya habitan donde está el Amado. Con Él han vencido a la muerte que impide el amor, por eso sus cuerpos son “bolsas que no se desgastan”, cofres incorruptibles que guardan la vida incorruptible.

 Es verdad que, seducidos por una mentira, hemos vivido a menudo obligados a «servir» a un «dueño» cruel. Pero el Señor ha «llegado» en medio de nuestra «noche» de esclavitud, y ha hecho de ella una Pascua. En el seno materno de la Iglesia el «Dueño» auténtico de nuestra vida nos ha hecho parte de su «rebaño», donándonos también su Reino, dónde el Primero se hace último, y el Maestro hace «ponerse a la mesa» a sus siervos para «servirlos.» 

 Este misterio se renueva cada día en la Iglesia donde Dios «nos» habla para salvar a «todos.» También nos pregunta hoy si hemos «entendido» lo qué Él ha hecho en nuestra vida. Si lo hemos entendido, entonces sabremos «esperarlo» con alegría, viviendo cada instante como en una noche de Pascua. 

 Y «bienaventurados» nosotros si nuestro corazón «vela» en la escucha de su Palabra; «bienaventurados» si sabemos esperar al Señor que «vuelve de la bodas», su Misterio Pascual, donde ha rescatado para sí a cada hombre; «bienaventurados» si le «abrimos enseguida», cuando «llegue y toque a la puerta», para entrar en los momentos difíciles del matrimonio, en la relación con los hijos, con los colegas, los amigos, el novio. 

 «Bienaventurados» si estamos «preparados» para anunciar el Evangelio a todos ellos, renunciando a los criterios mundanos; «ceñidos» en la castidad de la carne y el espíritu que nos deja libres y no se apodera de ninguno, a la «espera» de que sea Dios, en su momento, quien hable a los corazones; con «las lámparas encendidas» de Caridad iluminada por la Verdad, sin compromisos. «Bienaventurados» porque si el Señor «nos encuentra trabajando así», celebrará con todos su Pascua de vida y libertad, y nos hará administradores de todos sus bienes.

 Cada «hora» puede ser la de Cristo que viene a cumplirse en nosotros. Quizás dentro de un rato, quizás en la persona «menos esperada», la más querida; quizás justo la esposa que, cansada por un día de lavadoras y planchas, no comprende nuestro nerviosismo surgido a causa de los abusos de un jefe, y nos acoge en casa con una lista de quejas tan larga que, en conparación, los 60.000 Cahiers de doléances de los Estados Generales franceses de antes de la Revolucion parecen nada. 

 Somos «administradores» de los bienes de Dios, no conducimos la historia y el tiempo no nos pertenece. Estamos llamados a la «fidelidad» y a la «prudencia» que son los antídotos a las tentaciones del demonio que nos hacen temer la cruz, enseñándonosla como debilidad e impotencia de Dios que sin duda «retrasarán» su llegada. 

 Pero no es así, el sufrimiento nos purifica y «echa sal» a los bienes, para impedirnos vivir como «siervos infieles», «golpeando» con palabras y chantajes al projimo al que somos enviados, para «comer, beber y emborracharse» saciando los apetitos de la carne. «Nos ha sido dado mucho», en amor y misericordia: por eso tambien «nos ha sido confiado mucho», la salvación de esta generación.

 Nos ha sido dada la vida y el Evangelio que la ha salvado, que constituyen la «ración de comida» que somos llamados a dar «en su momento» a la mujer, al marido, a los hijos, colegas, a todos. A través de ellos el Señor nos pide el “mucho” amor que nos ha dado; a través de todos nos reclama el testimonio del evangelio, para que sea anunciado cuando «los hombres descubran que habitan un mundo de indescriptible soledad y adviertan el horror de su pobreza. Sólo entonces verán aquel pequeño rebaño de los creyentes como algo totalmente nuevo: lo descubrirán como una esperanza para ellos mismos, la respuesta que siempre buscaron en secreto» (J. Ratzinger).

 Para nosotros está preparada «en el medio de la noche o antes del alba» – nuestra vida ofrecida al anuncio del Evangelio en cada instante – la «bienaventuranza» reservada a quien «actuará» como cordero del «pequeño rebaño» de Cristo, donándose a si mismo sin reservas.

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Antonello Iapicca

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