Herencia» y «codicia», cada conflicto entre «hermanos» nace de la inconciliabilidad entre estos dos términos. Dónde hay herencia no puede surgir codicia. La herencia es un regalo que nace de la unión con el que hace testamento. Es el fruto de su liberalidad, de su amor. Todo nosotros, «hermanos» nacidos del mismo Padre, por pura Gracia, somos herederos de Dios y coherederos de Cristo. Como Caín con Abel, sólo hemos puesto soberbia, celos y pecados. Como el hijo pródigo, hemos despilfarrado todo. Cómo Adán, perdimos el Paraíso.
«¡Hombre!» nos dice hoy el Señor, porque en aquel entre la muchedumbre y en cada uno de nosotros Él intercepta Adán: rico «cerca de Dios» en el Paraíso, frente a la «cosecha abundante» recibida en «herencia», se ha parado a «dialogar con si mismo» y ha quedado entrampado en la mentira del demonio. Como nos ocurre cuando, frente a la historia, nos retiramos en nuestra razón dejando espacio a las adulaciones del enemigo que nos convencen de ser como dios.
Y entonces nos metemos a tope para «acumular tesoros para nosotros mismos», mujer, marido, amigos, dinero; «no sabemos que hacer» de los dones de Dios, no «tenemos donde ponerlos», porque nuestro corazón está endurecido; y así, por el miedo de perderlos, los cerramos en los «graneros» de nuestro egoísmo, cada vez «más grandes» para saciar el vacío creciente e irrecuperable de un dios sin paraíso.
«Diré a mí mismo»: es la locura de quien se cree en el mismo tiempo autor y usuario de la vida, dios y criatura; la «necedad» demoníaca que se hace codicia, deseo rapaz y arrogante, porque siempre insatisfecho.
Solo se puede ser Dios o criatura. Todos somos «hombres ricos» porque criaturas herederas de Dios, y cuya vida puede dar siempre una cosecha abundante, Cristo Jesús vivo en nosotros. Pensar de servirse de Él para instalarse y «comer, beber y divertirse» es transformar la vida en una loca carrera hacia la nada, presa de la ilusión de «tener a disposición muchos bienes», olvidando que son dados en administración y nadie puede apoderarse de ellos.
Gastamos los días planeando «por muchos años» descanso y gozo, y no reservamos ni un día a la muerte, única certeza. Ofrecemos a nosotros mismos la sexualidad, con la que Dios nos ha hecho «herederos» de la creación y la vida, para hacer de ella un instrumento de placer que transforma el otro en un objeto de consumo.
Tal como en muchas circunstancias, cuando un «hermano» – mujer o marido, hijos o amigos – otro Adán engañado como nosotros, nos «roba la herencia» que hemos reducido a mezquina propiedad de la carne: el cariño, los afectos, la consideración, nuestro tiempo, el honor, la carrera, los derechos; cuando la «noche» de los acontecimientos oscuros y dolorosos viene a «pedirnos la vida» y nos encuentra míseramente sin ella, incapaces de donarla porque ya reducida a un jirón lacerado por el egoísmo, revelando la «necedad» de quien hace depender la vida de los «bienes» destinados a corromperse.
Entonces nos hacemos maestros del Maestro, pretendiendo enseñarle como y cosa juzgar para justificar nuestra codicia que nos ha separado de Él y de los hermanos: «¿quién me ha constituido juez» según los criterios del mundo y la carne? ¿Quién ha puesto mi vida a «mediar» entre una codicia y la otra?
Pero Jesús, que es Dios, también «juzga» hoy por medio de la cruz: los proyectos basados en el egoísmo son las espinas clavadas en la cabeza, preocupaciones, angustias y noches sin dormir; las riquezas acumuladas con avidez son los clavos que iluminan nuestra incapacidad de donarnos.
La cruz nos ha sido dada para comprender que «la vida no depende de lo que el hombre posee», si no del empleo que se hace de los bienes entregados en administración: un sólo modo devuelve la vida auténtica y injertada en la eternidad, lo que nos hace «enriquecer ante Dios», que significa vivir siguiendo la sabiduría de la cruz.
El sabio vive crucificado con Cristo, fijándo la mirada hacia el Cielo; es hijo del Padre, sabe que la vida sólo puede ser vivida donándola, exactamente como ha sido recibida. Ya participa de la resurrección de Jesús, está libre y con Él juzga cada cosa con sabiduría, porque ha experimentado que nada podrá separarlo nunca de su amor.
El sabio ha conocido el perdón, el necio vive en el remordimiento. Para el sabio la vida, con sus bienes y sus afectos, es una señal del perdón y así se convierte en don que no teme la muerte. El necio planea y se atormenta, perseguido por el miedo de morir, sin saber «de quien será lo que ha preparado.»
Para llegar a ser sabios necesitamos a Jesús, el «juez» que se ha hecho «mediador» sobre la Cruz. Ha juzgado el pecado y ha puesto su vida como mediación por el rescate. El se ha dejado matar de nuestra codicia y ha resucitado para donarnos la auténtica «herencia»: del Cielo cada día viene a juzgar vivos y muertos, sabios y necios. Quien, como las vírgenes sabias, son «rico» en Espíritu Santo, puede acogerlo y entrar en su banquete de bodas que da sentido y plenitud a la vida; quien, como las vírgenes necias, han despreciado el don de Dios, quedará fuera del Paraíso, cerrado en el orgullo que engendra tristeza y soledad.
Hace falta por lo tanto «tener cuidado» en cada instante de nuestra vida, dejando que el Espíritu Santo de sabiduría y amor llenes los pequeños vasos de las cosas de cada día, porque «lo que hemos preparado» pueda anunciar a todos el Evangelio y «sea de los» que Dios pondrá sobre nuestro camino; hace falta ser fieles, discerniendo acontecimientos y relaciones para aprender como, en todo, quedar «cerca de Dios» para «enriquecernos» de su amor; si acogido, ello se multiplica con exceso porque «Caritas Christi urget nos: el amor de Cristo nos empuja al pensamiento que uno ha muerto para todos, porque los que viven no vivan jamas por si mismos» si no por Él (cfr. 2 Cor. 5,14).
En el matrimonio, su amor nos empuja al perdón, y nos abre a las nuevas vidas que Dios quiere donarnos, «teniéndonos lejanos» de vacaciones y lujos que las familias numerosas no pueden permitirse. En el estudio, nos ayuda a gastar las horas en el sacrificio que nos hacen adultos y «ricos» en madurez y responsabilidad. En el trabajo, nos «aleja» de la codicia de la carrera para hacer del despacho un altar dónde ofrecerse a colegas y superiores.
En el noviazgo nos defiende de la concupiscencia para respetar el otro y aprender a entregarse. En quienquiera encontramos, herido del pecado y del mal, nos hace reconocer la imagen del Creador imprimida en él y descubrir así de estar «cerca de Dios»; por ellos nos convierte en el buen samaritano, capaz de gastar las propias sustancias para «enriquecerlos» y abrir para todos las puertas de la salvación.
Estamos llamados cada día en la urgencia de donar, en todo lugar y a todos, «la cosecha abundante» del amor que llena el «campo» de nuestra vida, «acumulando tesoros» para enriquecer de ellos el Cielo, acompañando «cerca de Dios» a los «hermanos» que buscan en nosotros la herencia perdida.