«Ante el miedo y la depresión, sólo Dios puede equilibrar el interior»

Ignacio Larrañaga, Fundador de los Talleres de Oración y Vida

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MADRID, 26 septiembre 2001 (ZENIT.org).- El Padre Ignacio Larrañaga es el autor de algunos de los libros religiosos de más éxito mundial en esta última década: «Muéstrame tu rostro», «Del sufrimiento a la paz» o «El silencio de María».

Este sacrerdote capuchino vasco se dedica a enseñar a orar desde hace cuarenta años. Ha fundado los Talleres de Oración y Vida, un movimiento con aprobación vaticana, en los que miles de personas logran hablar con Dios y sentir su amor.

Los que le conocen dicen de él que es un místico. En esta entrevista concedida este miércoles al suplemento «Fe y Razón» [ http://www.larazon.es ] ofrece sus consejos.

–¿Qué le sugeriría a alguien que está estresado, triste o abatido?

–Ignacio Larrañaga: La gente podría encontrar un efecto efímero viendo una película, un partido de futbol, saliendo un poco… pero no sería ninguna solución, sino una evasión. No creo que haya otra cosa que no sea la fuerza equilibrante de Dios en el interior de la persona, porque el encuentro con Dios presupone concentración. No hay una solución verdadera y permanente que no sea una vivencia de fe en profundidad con el señor Dios vivo.

–¿Cree que es posible dejar de sufrir y encontrar una paz total?

–Yo ya tengo setenta años y a lo largo de este trayecto me he encontrado con el manjar que nunca falta en el gran banquete de la vida: el dolor y el sufrimiento en sus mil formas y maneras. Más de una vez me he sentido impotente a la hora de llevar un vaso de alivio, de esperanza, de alegría, incluso, a la gente que sufre tanto y de tantas maneras diferentes. Por esa razón fui tomando durante mucho tiempo apuntes sobre mi propia experiencia con esas gentes. Lo abordé desde un punto de vista radiográfico y, después, terapéutico. Por lo tanto, es un libro que intenta quitar, dentro de lo que cabe, espinas y aguijones al sufrimiento humano de los corazones. Muchos psiquiatras recetan a sus pacientes que compren el libro y que traten de aplicar a sus vidas lo que encuentran en él. Y centenares de personas me han dicho que les he salvado de una depresión, de las angustias, de las obsesiones… De manera que se puede decir que este libro es un «evangelio» de hacer el bien a la humanidad.

–¿Cuál cree que es uno de los mayores problemas que tiene el hombre del siglo XXI?

–Ignacio Larrañaga: Una de las más graves enfermedades del hombre de hoy es la dispersión mental. Es decir, cuando nos sentimos vencidos por estar divididos y derrotados al estar desintegrados. La mayor calamidad que puede suceder es no sentirnos señores de nosotros mismos y, en lugar de sentir unidad, coherencia, estabilidad emocional, sentirnos como un montón de pedazos (entusiasmos, preocupaciones y ansiedades); entonces la unidad interior queda de-sintegrada. El fenómeno que experimenta el hombre de hoy a consecuencia de todo esto se llama «desasosiego» y, a pesar de que quiera llenar sus vacíos con toda clase de bienes de la tierra, no puede aquietarse con las realidades. Es una dispersión mental muy fuerte, no hay concentración. Debe entonces realizarse un vacío interior de imágenes, emociones, ideas…, de manera que al final tenga la impresión de que dentro de él no hay nada y fuera de él no hay nada, de que lo que queda es lo más importante: la presencia de uno mismo en uno mismo; sólo en ese momento podrá decir: «Yo soy yo mismo»; y en la oración sólo en este momento podrá decir: «Tú eres mi Dios». Esa relación ya no quedará dispersa por la polvareda de los ruidos, de imaginaciones, el hombre habrá tocado la esencia del yo, de la unidad interior.

–¿Cómo definiría a un místico, a un hombre liberado de sí mismo?

–Ignacio Larrañaga: Todos los que han tomado en serio a Dios no les interesa el poder, el tener, el gozar… se van desprendiendo de todo eso, van haciendo un vacío interior para que sea ocupado por el Señor. Y cuanto más pobres, más vacíos de nosotros mismos… más libres, más fuertes, más de Dios seremos. Porque, de otra manera, siempre correremos el riesgo de identificar nuestros intereses con los intereses de Dios y, en cambio, así, nos buscamos a nosotros mismos. Para ser un hombre de Dios tiene que haber una profunda purificación de la interioridad y hay que conseguir que Dios sea Dios en mí, y que yo no sea yo. Cuando un hombre es humilde y está vacío de sí mismo, Dios toma su lugar y realiza aquella transformación que vemos en los grandes hombres y mujeres de la Historia. A un hombre de Dios no le interesa ni la felicidad, ni la paz, ni ningún bien, sólo le interesa Dios; y, en esa medida, Él es el que entra en el hombre y se constituye en la fuente del equilibrio, la estabilidad, en una palabra, de lo que generalmente se llama «felicidad» o «paz». En realidad no es lo que buscan, viene como efecto de la entrega a Dios.

–¿Qué es lo que hay que hacer para encontrar la paz interior?

–Ignacio Larrañaga: Abandonarse. Hay un «no» y un «sí» en la vida. «No» a lo que yo quería (me calumniaron y brota espontáneamente el impulso de venganza). «No» a esa venganza; estoy resentido porque todo me ha salido mal en la vida. «No» a ese resentimiento. Vamos suprimiendo todos los impulsos negativos, autodestructivos y regresivos del corazón humano, pero en Dios, y decimos «sí» a lo que Dios ha dispuesto: «»Sí», Padre, hágase tu voluntad». El bien y el mal están dentro de nosotros: si en nuestro interior están los enemigos, también están los amigos. Se trata de una reconciliación con todo aquello que resulta humanamente desagradable mediante la aceptación. Aquello que nos hace sufrir y se puede cambiar hay que cambiarlo, y lo que es imposible cambiar, los hechos consumados, hay que aceptarlo. ¿Qué conseguimos resistiéndonos a realidades que no se pueden cambiar? Los problemas que tienen solución se solucionan luchando, y los que no la tienen se solucionan poniéndolos en las manos de Dios, es decir, no se solucionan pero dejan de ser una fuente de amargura y resentimiento.

Tenemos que hacernos amigos de todo aquello a lo que nos resistíamos hasta este momento, de aquello que nos avergonzaba, nos entristecía y nos acomplejaba. Nada de lo que nos ha sucedido hasta ese mismo momento será alterado jamás. Las gentes permanecen sufriendo, avergonzándose y entristeciéndose porque aquello no resultó, porque no tuvieron suerte, por aquel accidente, porque se equivocaron…, por realidades que no serán alteradas ni un milímetro por los siglos de los siglos. ¿Qué logramos con resistirnos? Nuestra destrucción. He aquí de qué manera sufre la sociedad. Para todo aquello que duele, avergüenza y entristece, hay que decir: «En tus manos lo dejo, Dios mío, y haz de mí lo que quieras. Acepto todo lo que hayas hecho. Hágase tu voluntad».

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ZENIT Staff

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