Juan Pablo II: Cristo trae una nueva era

Intervención del pontífice en la audiencia general de este miércoles

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CIUDAD DEL VATICANO, 14 febrero 2001 (ZENIT.org).- Cristo ha traído una nueva «era de paz con Dios y entre los hombres, reconciliando en sí a la humanidad dispersa». Este fue el tema al que dedicó Juan Pablo II esta mañana su intervención en la tradicional audiencia general.

Una era «en la que Dios y el hombre, hombre y mujer, humanidad y naturaleza, estén en armonía, en diálogo, en comunión», añadió el Papa.

Ofrecemos a continuación en su integridad el discurso del Santo Padre.

* * *

1. El designio de salvación de Dios, «el misterio de su voluntad» (Efesios 1, 9) concerniente a toda criatura, está expresado en la Carta a los Efesios con un término característico: «recapitular» en Cristo todas las cosas, celestes y terrestres (cf. Efesios 1, 10). La imagen podría remitir a esa vara en torno a la que se envolvía el rollo de pergamino o de papiro, el «volumen», que llevaba un escrito: Cristo confiere un sentido unitario a todas las sílabas, las palabras, las obras de la creación y de la historia.

El primero que afrontó y desarrolló de manera admirable este tema de la «recapitulación» es san Ireneo, obispo de Lyon, gran padre de la Iglesia del siglo II. Frente a toda fragmentación de la historia de la salvación, frente a toda separación entre la Antigua y la Nueva Alianza, frente a toda dispersión de la revelación y de la acción divina, Ireneo exalta al único Señor, Jesucristo, que en la Encarnación anuda en sí toda la historia de la salvación, la humanidad y toda la creación: «Él, como rey eterno, recapitula todo en sí» («Adversus haereses» III, 21,9).

2. Escuchemos un pasaje en el que este padre de la Iglesia comenta las palabras del apóstol precisamente sobre la recapitulación en Cristo de todas las cosas. En la expresión «todas las cosas» –afirma Ireneo– está comprendido el hombre, tocado por el misterio de la Encarnación, cuando el Hijo de Dios, «siendo invisible se hizo visible, siendo incomprensible se hizo comprensible, siendo inmune al dolor se hizo sufriente, siendo Verbo se hizo hombre. Él ha recapitulado todo en sí mismo para que, como el Verbo de Dios tiene el primado sobre los seres que están en los cielos, espirituales e invisibles, del mismo modo tenga el primado sobre los seres visibles y corpóreos. Asumiendo en sí este primado y entregándose como jefe de la Iglesia, él atrae todo hacia sí» («Adversus haereses» III, 16, 6).

Esta confluencia de todo el ser en Cristo, centro del tiempo y del espacio, se cumple progresivamente en la historia, superando los obstáculos, la resistencias del pecado y del Maligno.

3. Para ilustrar esta tensión, Ireneo recurre a la oposición, ya presentada por san Pablo, entre Cristo y Adán (cf. Romanos 5, 12-21): Cristo es el nuevo Adán, es decir, el Primogénito de la humanidad fiel que acoge con amor y obediencia el designio de redención que Dios ha trazado como alma y meta de la historia. Cristo debe, por tanto, cancelar la obra de devastación, las horribles idolatrías, las violencias y todo pecado que el Adán rebelde ha diseminado en las vicisitudes seculares de la humanidad y en el horizonte de la creación. Con su plena obediencia al Padre, Cristo abre la era de la paz con Dios y entre los hombres, reconciliando en sí a la humanidad dispersa (cf. Efesios 2, 16). El «recapitula» en sí a Adán, en el que se reconoce toda la humanidad, lo transfigura en hijo de Dios, lo reconduce a la comunión plena con el Padre. Precisamente a través de su fraternidad con nosotros en la carne y en la sangre, en la vida y en la muerte, Cristo se convierte en «la cabeza» de la humanidad salvada. San Ireneo sigue escribiendo: «Cristo ha recapitulado en sí toda la sangre derramada por todos los justos y por todos los profetas que han existido desde los inicios» («Adversus haereses» V, 14, 1; cf. V, 14, 2). 4. El bien y el mal son, por tanto, considerados a la luz de la obra redentora de Cristo. Ésta, como permite intuir Pablo, abarca a toda la creación, en la variedad de sus componentes (cf. Romanos 8, 18-30). La misma naturaleza, de hecho, dado que está sometida al sinsentido, a la degradación y a la devastación provocada por el pecado, participa en la alegría de la liberación operada por Cristo en el Espíritu Santo. Se delinea, por tanto, la actuación plena del proyecto original del Creador: una creación en la que Dios y el hombre, hombre y mujer, humanidad y naturaleza, estén en armonía, en diálogo, en comunión. Este proyecto, trastornado por el pecado, es restablecido de manera admirable por Cristo, que los está actuando misteriosa pero eficazmente en la realidad presente, en espera de llevarlo a cumplimiento. Jesús mismo declaraba que es el fulcro y el punto de convergencia de este diseño de salvación cuando afirmó: «Y yo cuando sea levando de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Juan 12, 32). El evangelista Juan presenta esta obra precisamente como una especie de recapitulación, un «reunir en uno a los hijos de Dios que estaban dispersos» (Juan 11, 52).

5. Esta obra llegará a plenitud en el cumplimiento de la historia, cuando –como recuerda de nuevo San Pablo– «Dios será todo en todos» (1 Corintios 15, 28).

La última página del Apocalipsis, que ha sido proclamada en la apertura de nuestro encuentro, dibuja con colores vivos esta meta. La Iglesia y el Espíritu esperan e invocan ese momento en el que Cristo «entregue a Dios Padre el Reino, después de haber destruido todo principado, dominación y potestad […]. El último enemigo en ser destruido será la muerte. Porque ha sometido todas las cosas bajo los pies» de su Hijo (1Corintios 15, 24. 26).

Al final de esta batalla –cantada en algunas páginas admirables por el Apocalipsis– Cristo cumplirá la «recapitulación» y quienes estén unidos con él formarán la comunidad de los creyentes que «ya no será herida por el pecado, por las manchas, el amor propio, que destruyen o hieren la comunidad terrena de los hombres. La visión beatífica, en la que Dios se manifestará de modo inagotable a los elegidos, será la fuente inmensa de felicidad, de paz y de comunión mutua» (Catecismo de la Iglesia Católica, 1045).

La Iglesia, esposa enamorada del Cordero, con la mirada fija en aquel día de luz, eleva la invocación ardiente: «Marana tha» (1Corintios 16,22), «¡Ven, Señor Jesús!» (Apocalipsis 22, 20).

N.B.: Traducción realizada por Zenit.

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ZENIT Staff

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