CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 1 julio 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Benedicto XVI en la concelebración eucarística de la solemnidad de los santos Pedro y Pablo, el 29 de junio, en la Basílica Vaticana.
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Queridos hermanos y hermanas:
La fiesta de San Pedro y San Pablo, apóstoles, es una grata memoria de los grandes testigos de Jesucristo y, a la vez, una solemne confesión de fe en la Iglesia una, santa, católica y apostólica.
Ante todo es una fiesta de la catolicidad. El signo de Pentecostés ―la nueva comunidad que habla en todas las lenguas y une a todos los pueblos en un único pueblo, en una familia de Dios― se ha hecho realidad. Nuestra asamblea litúrgica, en la que se encuentran reunidos obispos procedentes de todas las partes del mundo, personas de numerosas culturas y naciones, es una imagen de la familia de la Iglesia extendida por toda la tierra. Los extranjeros se han convertido en amigos; superando todos los confines, nos reconocemos hermanos. Así se ha cumplido la misión de san Pablo, que estaba convencido de ser «ministro de Cristo Jesús para con los gentiles, ejerciendo el sagrado oficio del Evangelio de Dios, para que la ofrenda de los gentiles, consagrada por el Espíritu Santo, agrade a Dios» (Rm 15, 16).
La finalidad de la misión es una humanidad transformada en una glorificación viva de Dios, el culto verdadero que Dios espera: este es el sentido más profundo de la catolicidad, una catolicidad que ya nos ha sido donada y hacia la cual, sin embargo, debemos avanzar siempre de nuevo. Catolicidad no sólo expresa una dimensión horizontal, la reunión de muchas personas en la unidad; también entraña una dimensión vertical: sólo dirigiendo nuestra mirada a Dios, sólo abriéndonos a él, podemos llegar a ser realmente uno. Como san Pablo, también san Pedro vino a Roma, a la ciudad a donde confluían todos los pueblos y que, precisamente por eso, podía convertirse, antes que cualquier otra, en manifestación de la universalidad del Evangelio. Al emprender el viaje de Jerusalén a Roma, ciertamente sabía que lo guiaban las palabras de los profetas, la fe y la oración de Israel.
En efecto, la misión hacia todo el mundo también forma parte del anuncio de la antigua alianza: el pueblo de Israel estaba destinado a ser luz de las naciones. El gran salmo de la Pasión, el salmo 21, cuyo primer versículo «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» pronunció Jesús en la cruz, terminaba con la visión: «Volverán al Señor de todos los confines del orbe; en su presencia se postrarán las familias de los pueblos» (Sal 21, 28). Cuando san Pedro y san Pablo vinieron a Roma, el Señor, que había iniciado ese salmo en la cruz, había resucitado; ahora se debía anunciar a todos los pueblos esa victoria de Dios, cumpliendo así la promesa con la que concluía el Salmo.
Catolicidad significa universalidad, multiplicidad que se transforma en unidad; unidad que, a pesar de todo, sigue siendo multiplicidad. Las palabras de san Pablo sobre la universalidad de la Iglesia nos han explicado que de esta unidad forma parte la capacidad de los pueblos de superarse a sí mismos para mirar hacia el único Dios.
El fundador de la teología católica, san Ireneo de Lyon, en el siglo II, expresó de un modo muy hermoso este vínculo entre catolicidad y unidad: «la Iglesia recibió esta predicación y esta fe, y, extendida por toda la tierra, con esmero la custodia como si habitara en una sola familia. Conserva una misma fe, como si tuviese una sola alma y un solo corazón, y la predica, enseña y transmite con una misma voz, como si no tuviese sino una sola boca. Ciertamente, son diversas las lenguas, según las diversas regiones, pero la fuerza de la tradición es una y la misma. Las Iglesias de Alemania no creen de manera diversa, ni transmiten otra doctrina diferente de la que predican las de España, las de Francia, o las del Oriente, como las de Egipto o Libia, así como tampoco las Iglesias constituidas en el centro del mundo; sino que, así como el sol, que es una criatura de Dios, es uno y el mismo en todo el mundo, así también la luz de la predicación de la verdad brilla en todas partes e ilumina a todos los seres humanos que quieren venir al conocimiento de la verdad» (Adversus haereses, I, 10, 2).
La unidad de los hombres en su multiplicidad ha sido posible porque Dios, el único Dios del cielo y de la tierra, se nos manifestó; porque la verdad esencial sobre nuestra vida, sobre nuestro origen y nuestro destino, se hizo visible cuando él se nos manifestó y en Jesucristo nos hizo ver su rostro, se nos reveló a sí mismo. Esta verdad sobre la esencia de nuestro ser, sobre nuestra vida y nuestra muerte, verdad que Dios hizo visible, nos une y nos convierte en hermanos. Catolicidad y unidad van juntas. Y la unidad tiene un contenido: la fe que los Apóstoles nos transmitieron de parte de Cristo.
Me alegra haber entregado a la Iglesia ayer ―en la fiesta de san Ireneo y en la víspera de la solemnidad de San Pedro y San Pablo― una nueva guía para la transmisión de la fe, que nos ayuda a conocer mejor y también a vivir mejor la fe que nos une: el Compendio del Catecismo de la Iglesia católica. Lo que en el gran Catecismo, mediante los testimonios de los santos de todos los siglos y con las reflexiones maduradas en la teología, se presenta de manera detallada, aquí, en este libro, se encuentra recapitulado en sus contenidos esenciales, que luego se han de traducir al lenguaje diario y se han de concretar siempre de nuevo.
El libro está estructurado en forma de diálogo, con preguntas y respuestas; catorce imágenes asociadas a los diversos campos de la fe invitan a la contemplación y a la meditación. Resumen, por decir así, de modo visible lo que la palabra desarrolla detalladamente. Al inicio está un icono de Cristo del siglo VI, que se encuentra en el monte Athos y representa a Cristo en su dignidad de Señor de la tierra, pero a la vez como heraldo del Evangelio, que lleva en la mano. «Yo soy el que soy» ―este misterioso nombre de Dios, propuesto en la antigua alianza― se halla escrito allí como su nombre propio: todo lo que existe viene de él; él es la fuente originaria de todo ser. Y por ser único, también está siempre presente, siempre está cerca de nosotros y, al mismo tiempo, siempre nos precede, como «señal» en el camino de nuestra vida; más aún, él mismo es el camino.
No se puede leer este libro como se lee una novela. Hace falta meditarlo con calma en cada una de sus partes, dejando que su contenido, mediante las imágenes, penetre en el alma. Espero que así sea acogido, a fin de que se convierta en una buena guía para la transmisión de la fe.
Hemos dicho que catolicidad de la Iglesia y unidad de la Iglesia van juntas. El hecho de que ambas dimensiones se nos hagan visibles en las figuras de los santos Apóstoles nos indica ya la característica sucesiva de la Iglesia: apostólica. ¿Qué significa?
El Señor instituyó doce Apóstoles, como eran doce los hijos de Jacob, señalándolos de esa manera como iniciadores del pueblo de Dios, el cual, siendo ya universal, en adelante abarca a todos los pueblos. San Marcos nos dice que Jesús llamó a los Apóstoles para que «estuvieran con él y también para enviarlos» (Mc 3, 14). Casi parece una contradicción. Nosotros diríamos: o están con él o son enviados y se ponen en camino.
El Papa san Gregorio Magno tiene un texto acerca de los ángeles que nos puede ayudar a aclarar esa aparente contradicción. Dice que los ángeles son siempre enviados y, al mismo tiempo, están siempre en presencia de Dios, y continúa: «Dondequiera que sean enviados, dondequiera que vayan, caminan siempre en presencia de Dios» (Homilía 34, 13). El Apocalipsis se refiere a los obispos como «ángeles» de su Iglesia; por eso, podemos hacer esta aplicación: los Apóstoles y sus sucesores d
eberían estar siempre en presencia del Señor y precisamente así, dondequiera que vayan, estarán siempre en comunión con él y vivirán de esa comunión.
La Iglesia es apostólica porque confiesa la fe de los Apóstoles y trata de vivirla. Hay una unicidad que caracteriza a los Doce llamados por el Señor, pero al mismo tiempo existe una continuidad en la misión apostólica. San Pedro, en su primera carta, se refiere a sí mismo como «co-presbítero» con los presbíteros a los que escribe (cf. 1 P 5, 1). Así expresó el principio de la sucesión apostólica: el mismo ministerio que él había recibido del Señor prosigue ahora en la Iglesia gracias a la ordenación sacerdotal. La palabra de Dios no es sólo escrita; gracias a los testigos que el Señor, por el sacramento, insertó en el ministerio apostólico, sigue siendo palabra viva.
Así ahora me dirijo a vosotros, queridos hermanos en el episcopado. Os saludo con afecto, juntamente con vuestros familiares y con los peregrinos de las respectivas diócesis. Estáis a punto de recibir el palio de manos del Sucesor de Pedro. Lo hemos hecho bendecir, como por el mismo san Pedro, poniéndolo junto a su tumba. Ahora es expresión de nuestra responsabilidad común ante el «Pastor supremo», Jesucristo, del que habla san Pedro (cf. 1 P 5, 4).
El palio es expresión de nuestra misión apostólica. Es expresión de nuestra comunión, que en el ministerio petrino tiene su garantía visible. Con la unidad, al igual que con la apostolicidad, está unido el servicio petrino, que reúne visiblemente a la Iglesia de todas las partes y de todos los tiempos, impidiéndonos de este modo a cada uno de nosotros caer en falsas autonomías, que con demasiada facilidad se transforman en particularizaciones de la Iglesia y así pueden poner en peligro su independencia.
Con esto no queremos olvidar que el sentido de todas las funciones y los ministerios es, en el fondo, que «lleguemos todos a la unidad en la fe y en el conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de Cristo en su plenitud», de modo que crezca el cuerpo de Cristo «para construcción de sí mismo en el amor» (Ef 4, 13. 16).
Desde esta perspectiva, saludo con afecto y gratitud a la delegación de la Iglesia ortodoxa de Constantinopla, que ha enviado el Patriarca ecuménico Bartolomé I, al que dirijo un saludo cordial. Encabezada por el metropolita Ioannis, ha venido a nuestra fiesta y participa en nuestra celebración. Aunque aún no estamos de acuerdo en la cuestión de la interpretación y el alcance del ministerio petrino, estamos juntos en la sucesión apostólica, estamos profundamente unidos unos a otros por el ministerio episcopal y por el sacramento del sacerdocio, y confesamos juntos la fe de los Apóstoles como se nos ha transmitido en la Escritura y como ha sido interpretada en los grandes concilios.
En este momento de la historia, lleno de escepticismo y de dudas, pero también rico en deseo de Dios, reconocemos de nuevo nuestra misión común de testimoniar juntos a Cristo nuestro Señor y, sobre la base de la unidad que ya se nos ha donado, de ayudar al mundo para que crea. Y pidamos con todo nuestro corazón al Señor que nos guíe a la unidad plena, a fin de que el esplendor de la verdad, la única que puede crear la unidad, sea de nuevo visible en el mundo.
El evangelio de este día nos habla de la confesión de san Pedro, con la que inició la Iglesia: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo» (Mt 16, 16). He hablado de la Iglesia una, católica y apostólica, pero no lo he hecho aún de la Iglesia santa; por eso, quisiera recordar en este momento otra confesión de Pedro, pronunciada en nombre de los Doce en la hora del gran abandono: «Nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios» (Jn 6, 69). ¿Qué significa? Jesús, en la gran oración sacerdotal, dice que se santifica por los discípulos, aludiendo al sacrificio de su muerte (cf. Jn 17, 19). De esta forma Jesús expresa implícitamente su función de verdadero Sumo Sacerdote que realiza el misterio del «Día de la reconciliación», ya no sólo mediante ritos sustitutivos, sino en la realidad concreta de su cuerpo y su sangre.
En el Antiguo Testamento, las palabras «el Santo de Dios» indicaban a Aarón como sumo sacerdote que tenía la misión de realizar la santificación de Israel (cf. Sal 105, 16; Si 45, 6). La confesión de Pedro en favor de Cristo, a quien llama «el Santo de Dios», está en el contexto del discurso eucarístico, en el cual Jesús anuncia el gran Día de la reconciliación mediante la ofrenda de sí mismo en sacrificio: «El pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo» (Jn 6, 51).
Así, sobre el telón de fondo de esa confesión, está el misterio sacerdotal de Jesús, su sacrificio por todos nosotros. La Iglesia no es santa por sí misma, pues está compuesta de pecadores, como sabemos y vemos todos. Más bien, siempre es santificada de nuevo por el Santo de Dios, por el amor purificador de Cristo. Dios no sólo ha hablado; además, nos ha amado de una forma muy realista, nos ha amado hasta la muerte de su propio Hijo. Esto precisamente nos muestra toda la grandeza de la revelación, que en cierto modo ha infligido las heridas al corazón de Dios mismo. Así pues, cada uno de nosotros puede decir personalmente, con san Pablo: «Yo vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó a sí mismo por mí» (Ga 2, 20).
Pidamos al Señor que la verdad de estas palabras penetre profundamente, con su alegría y con su responsabilidad, en nuestro corazón. Pidámosle que, irradiándose desde la celebración eucarística, sea cada vez más la fuerza que transforme nuestra vida.
[Traducción distribuida por la Santa Sede]