Elogio a la mujer: Meditación del predicador del Papa

Comentario del padre Cantalamessa a la primera lectura del próximo domingo

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CIUDAD DEL VATICANO, 11 de noviembre de 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el comentario del padre Raniero Cantalamessa OFM Cap –predicador de la Casa Pontificia– a la primera lectura de la liturgia del próximo domingo (Proverbios 31, 10-13.19-20.30-31).

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Una buena ama de casa, ¿quién la encontrará? Es mucho más valiosa que las perlas. El corazón de su marido confía en ella y no le faltará compensación. Ella le hace el bien, y nunca el mal, todos los días de su vida. Se procura la lana y el lino, y trabaja de buena gana con sus manos. Aplica sus manos a la rueca y sus dedos manejan el huso. Abre su mano al desvalido y tiende sus brazos al indigente. Engañoso es el encanto y vana la hermosura: la mujer que teme al Señor merece ser alabada. Entréguenle el fruto de sus manos y que sus obras la alaben públicamente.

Por una vez, en lugar de concentrarnos sobre el Evangelio (la parábola de los talentos) meditaremos sobre la primera lectura, tomada del libro de los Proverbios, que habla de la grandeza y dignidad de la mujer. El elogio, si bien es muy bello, tiene un defecto que no depende de la Biblia, sino de la época y de la cultura que refleja. Releja una visión masculina: bienaventurado el hombre que tiene una mujer que le hace vestidos, que honra su casa, que le permite caminar con la cabeza alzada. Hoy las mujeres no se entusiasmarían con este elogio.

Para conocer el auténtico y definitivo pensamiento bíblico sobre la mujer hay que mirar a Jesús. Él no era, como hoy se diría, «feminista»; no hizo nunca un análisis o una crítica explícita de las instituciones y de las relaciones entre clases y sexos. En su misión, la diferencia entre hombre y mujer no tiene ningún peso. Ambos son imágenes de Dios, ambos necesitan la redención. Pero por este motivo precisamente es capaz de desenmascarar las deformaciones que han llevado a someter la mujer al hombre. Jesús es libre ante la mujer: no la ve como una insidia o una amenaza, y esto le permite romper muchos prejuicios.

Jesús no se niega a hablar con mujeres, a enseñarles, a hacer de ellas discípulas suyas. Resucitado, se muestra en primer lugar a algunas mujeres que se convierten de este modo en sus primeros testigos. De sus labios no sale nunca una palabra de desprecio o de ironía por la mujer, algo que era una especie de lugar común en la cultura de la época, penetrada por la misoginia. La salud de la mujer es tan importante para Jesús como la del hombre. Por ello, muchos de sus milagros afectan a las mujeres.

Me conmueve uno en particular: la curación de la mujer que desde hacía dieciocho años «estaba encorvada, y no podía en modo alguno enderezarse» (Lucas 13,10 y siguientes). Jesús la llamó y le dijo: «Mujer, quedas libre de tu enfermedad». Inmediatamente se enderezó y glorificaba a Dios. Esa mujer encorvada, a quien Jesús le grita, «¡quedas libre!», y que puede levantar la cabeza, ver a las personas a la cara, ver el cielo, glorificar a Dios, sentirse también ella una persona, es un símbolo poderoso. No es sólo una mujer; representa a la condición femenina; es esa innumerable cantidad de mujeres que no caminan encorvadas a causa de una enfermedad, sino por la opresión a la que han sido sometidas en casi todas las culturas. Qué liberación, qué esperanza encierra este grito de Jesús.

Uno de los hechos positivos de nuestra época es la emancipación de las mujeres, la igualdad de derechos. En la carta apostólica sobre la dignidad de la mujer («Mulieris dignitatem»), Juan Pablo II subrayó la contribución que la Iglesia quiere ofrecer a este signo de los tiempos. La mujer (como el hombre) tiene un aliado poderoso en este camino de auténtica liberación: el Espíritu Santo. Él mismo «se une a nuestro espíritu para dar testimonio de que somos hijos de Dios» (Romanos 8, 16) y nos da el verdadero sentido de nuestra dignidad y libertad. En hebreo, el nombre del Espíritu Santo, «Rúah», es femenino. Pero, sin subrayar demasiado este hecho, es cierto que se da una afinidad, una connivencia, una cierta complicidad entre el Espíritu Santo y la mujer. Él es llamado el Paráclito, que significa consolador, y «Espíritu de vida»; consolador y «Espíritu de la vida»; que «calienta lo que está frío, sana lo que está enfermo». Y, ¿quién mejor que la mujer comparte, a nivel humano, estas prerrogativas?

Se dice que la hija de un rey de Francia trataba muy duramente a su joven sirvienta. Un día, irritada, le dijo: «¿No sabes que soy la hija de tu rey?». La joven le respondió con calma: «Y, ¿tú no sabes que yo soy la hija de tu Dios? ».

[Original italiano publicado por «Famiglia Cristiana». Traducción realizada por Zenit]

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ZENIT Staff

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