CIUDAD DEL VATICANO, viernes, 18 de noviembre de 2005 (ZENIT.org).- Pubicamos el discurso que dirigió Benedicto XVI a los obispos de Austria en visita «ad limina apostolorum» el 5 de noviembre de 2005 en el que presenta un «cambio de ruta» para superar las crisis que atraviesa la Iglesia.
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Estimado señor cardenal;
amados hermanos en el episcopado:
La visita de los pastores de la Iglesia en Austria a las tumbas de los apóstoles san Pedro y san Pablo es una cita fija y un tiempo de verificación en el ejercicio de este oficio de gran responsabilidad. Por tanto, queridos hermanos, con gran alegría os doy la bienvenida aquí, en el palacio apostólico, con ocasión de vuestra visita «ad limina». Esta peregrinación consolida vuestros vínculos con el Sucesor de Pedro y, al mismo tiempo, permite vivir la comunión de la Iglesia universal en su centro. Precisamente durante los acontecimientos de los meses pasados pudimos experimentar la vitalidad de la Iglesia con toda su lozanía y su energía misionera mundial, en particular durante la XX Jornada mundial de la juventud en agosto de este año en Colonia.
Aunque en la Iglesia no siempre es visible el impulso espiritual, que Dios nos hace vivir en esas horas particulares de gracia, sabemos que la promesa de nuestro divino Señor y Maestro abarca todos los tiempos y todos los lugares: «He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 20). Por tanto, sabemos que esta presencia vital del Señor resucitado en su Iglesia se realiza y, al mismo tiempo, se actualiza a través de la celebración sacramental de su sacrificio, a través de la Comunión, en la que recibimos su Cuerpo y su Sangre, y a través de la experiencia que se nos ofrece en la adoración de su presencia real bajo el velo de las especies sagradas. El «Año de la Eucaristía», que acaba de concluirse con el Sínodo de los obispos, ha querido centrar la atención de los fieles en la fuente misma de la vida y de la misión de la Iglesia, en la verdadera cumbre hacia la que debemos orientar nuestros esfuerzos para guiar a los hombres a su Salvador y reconciliarlos en él con el Dios uno y trino.
Sobre la base de estas experiencias, ahora es necesario analizar con confianza y serenidad la situación de las diócesis austríacas, para descubrir los puntos fundamentales en los que resulta especialmente necesario vuestro empeño con vistas a la salvación y al bien de la grey, «en medio de la cual os ha puesto el Espíritu Santo como vigilantes para pastorear la Iglesia de Dios, que él se adquirió con la sangre de su propio hijo» (Hch 20, 28). Con la certeza de la presencia del Señor afrontamos valientemente la realidad, sin que el optimismo, que nos impulsa siempre, represente un obstáculo para llamar las cosas por su nombre con total objetividad y sin idealizarlas.
Hoy suceden hechos dolorosos: el actual proceso de secularización, cada vez más significativo para Europa, no se ha detenido tampoco ante las puertas de la católica Austria. En muchos creyentes se debilita la identificación con la enseñanza de la Iglesia y así se pierde la certeza de la fe y desaparece el temor reverencial a la ley de Dios.
Con estas pocas observaciones, queridos hermanos en el episcopado, no debo recordar detalladamente los numerosos sectores críticos de la vida social en general y de la situación eclesial en particular, porque sé que son objeto de vuestra permanente solicitud de pastores. Comparto vuestras inquietudes por la Iglesia en vuestro país. Por tanto, ¿qué podemos hacer? ¿Existe un instrumento santo, que Dios ha preparado para la Iglesia de nuestro tiempo, a fin de que pueda afrontar con valentía los desafíos que encuentra a lo largo de su camino en el tercer milenio cristiano?
No cabe duda que, por una parte, hace falta una confesión clara, valiente y entusiasta de la fe en Jesucristo, que vive también aquí y hoy en su Iglesia y en el que, según su esencia, el alma humana orientada a Dios puede encontrar su felicidad. Por otra, se necesitan numerosas medidas misioneras, pequeñas y grandes, que debemos tomar para lograr un «cambio de ruta».
Como sabéis bien, la profesión de fe forma parte de los primeros deberes del obispo. «No me acobardé de anunciaros todo el designio de Dios» (Hch 20, 27), dice san Pablo en Mileto a los pastores de la Iglesia de Éfeso. Es verdad que los obispos debemos actuar con ponderación. Sin embargo, esta prudencia no debe impedirnos presentar la palabra de Dios con toda claridad, incluso las cosas que se escuchan con menos agrado o que ciertamente suscitan reacciones de protesta y burla.
Vosotros, queridos hermanos en el episcopado, lo sabéis muy bien: hay temas, en el ámbito de las verdades de la fe y, sobre todo, de la doctrina moral, que en vuestras diócesis no se presentan de forma adecuada en la catequesis y en el anuncio, y acerca de los cuales, a veces, por ejemplo en la pastoral juvenil de las parroquias o de las asociaciones, no se afrontan en absoluto o no con el sentido en que lo entiende la Iglesia. Gracias a Dios, esto no sucede así en todas partes. Tal vez los responsables del anuncio teman que las personas puedan alejarse si se habla demasiado claramente. Sin embargo, por lo general, la experiencia demuestra que sucede precisamente lo contrario.
No os engañéis. Una enseñanza de la fe católica que se imparte de modo incompleto es una contradicción en sí misma y, a la larga, no puede ser fecunda. El anuncio del reino de Dios va siempre acompañado de la exigencia de conversión y del amor que anima, que conoce el camino y que ayuda a comprender que, con la gracia de Dios, es posible incluso lo que parece imposible. Pensad de qué forma la enseñanza, la catequesis en los diversos niveles y la predicación pueden paulatinamente mejorarse, profundizarse y, por decirlo así, completarse. Para ello, podéis utilizar eficazmente el Compendio y el Catecismo de la Iglesia católica. Haced que los sacerdotes y los catequistas empleen estos instrumentos; que se expliquen en las parroquias, en las asociaciones y en los movimientos; que se utilicen en las familias como lecturas importantes. En medio de la incertidumbre de este tiempo y de esta sociedad, dad a los hombres la certeza de la fe íntegra de la Iglesia. La claridad y la belleza de la fe católica iluminan, también hoy, la vida de los hombres. Esto sucederá, en particular, si la presentan testigos entusiastas y capaces de transmitir entusiasmo.
El testimonio claro, público y decidido de los obispos, con el cual pueden orientarse todos los fieles, y en especial los sacerdotes, a quienes debéis prestar una atención particular, y que da a todos el valor de confirmar la fe a través de su propia conducta, debe ir acompañado por numerosos detalles, a menudo aparentemente insignificantes e innecesarios, que sean eficaces públicamente. Ya se ha hecho un gran esfuerzo para despertar la sensibilidad misionera de los cristianos de vuestras diócesis. A este propósito, pienso, por ejemplo, en la extraordinaria misión ciudadana en Viena y, naturalmente, en el «Katholikentag» centroeuropeo, que es un testimonio excepcional de fe católica, arraigada en los pueblos, ante la opinión pública europea.
Es necesario hacer aún más para que la Iglesia en Austria cumpla mejor su mandato misionero. En realidad, frecuentemente las medidas de administración ordinaria, como por ejemplo decisiones sabias y correctas con respecto a las personas, mejoran la situación de manera duradera. Tanto con respecto a la asistencia a la misa dominical, como a la recepción del sacramento de la Penitencia, a menudo son de suma importancia el ejemplo y una palabra de aliento. El mandamiento del amor no sólo nos impulsa a prestar al prójimo algunos servicios sociales, sino también a ayudarle a conseguir el mayor bien: la orientación constante hacia el Dios vivo, la comunión con Jesucristo, el descubrimiento de su vocación a la san
tidad, la apertura a la voluntad de Dios, la alegría de una vida que, en cierto sentido, ya anticipa la felicidad de la eternidad.
Queridos hermanos en el episcopado, innumerables situaciones positivas de la vida eclesial, como por ejemplo la práctica y el redescubrimiento de la adoración eucarística en las parroquias y el rezo del rosario en muchas personas y comunidades, así como una constante colaboración entre el Estado y la Iglesia para el bien del hombre, manifiestan la imagen de la Iglesia en Austria, al igual que la gran riqueza cultural de vuestro país, tan bendecido por Dios a lo largo de vuestra historia cristiana. La chispa del celo cristiano puede volver a encenderse.
Utilizad todos estos dones donde sea posible, pero no os contentéis con una religiosidad exterior. A Dios no le basta que su pueblo lo venere con los labios; quiere nuestro corazón y nos da su gracia si no nos alejamos o separamos de él. Conozco muy bien vuestros abnegados esfuerzos y los de numerosos sacerdotes, diáconos, religiosos y laicos. Estoy seguro de que el Señor acompañará y recompensará con su bendición vuestra fidelidad y vuestro celo.
Que la «Magna Mater Austriae», la amorosa Madre de gracia de Mariazell y la excelsa Virgen de Austria, cuyo santuario estimo tanto, os dé a vosotros y a los fieles de vuestro país la fuerza y la perseverancia para proseguir con valor y confianza la gran obra de una auténtica renovación de la vida de fe en vuestra patria, con fidelidad a las indicaciones de la Iglesia universal. Con su intercesión, os imparto de corazón la bendición apostólica a vosotros para las tareas de vuestro servicio pastoral, así como a todos los fieles en Austria.
[Traducción distribuida por la Santa Sede]