CIUDAD DEL VATICANO, jueves, 24 noviembre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que dirigió este jueves Benedicto XVI a los participantes en la XXXIII conferencia de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO).
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Señores primeros ministros,
señor presidente,
señor director general,
gentiles señoras y señoras:
Tengo el gusto de dirigiros un cordial saludo a todos vosotros, representantes de los Estados miembros de la FAO, que participáis en las sesiones de trabajo de la XXXIII conferencia de la Organización. Es la primera vez que me encuentro con vosotros y para mí es la oportunidad para conocer de cerca vuestro trabajo al servicio de un gran ideal: liberar a la humanidad del hambre. Dirijo a todos mi saludo deferente, en particular al director general, el señor Jacques Diouf. Le manifiesto mis mejores deseos para el inicio de su nuevo mandato.
Esta oportunidad es particularmente propicia para expresar mi sincero aprecio por las iniciativas que la FAO, en sus diferentes organismos, realiza desde hace sesenta años, defendiendo con competencia y profesionalidad la causa del hombre, comenzando precisamente por el derecho básico de cada persona a no pasar hambre. La humanidad vive en este momento unas de las paradojas más preocupantes: por una parte se alcanzan nuevas y positivas metas en el campo económico, científico y tecnológico, y por otra se constata el crecimiento continuo de la pobreza. Estoy seguro de que la experiencia que habéis adquirido hasta ahora puede ayudar a suscitar una metodología capaz de afrontar con éxito la lucha contra el hambre y la pobreza con ese realismo concreto que inspira las intervenciones de vuestra benemérita organización. En estos años, ha decidido abrir nuevos horizontes a la actividad de cooperación, encontrando en el «diálogo entre las culturas» un medio capaz de favorecer mejores condiciones de desarrollo y de seguridad alimentaria. Hoy más que nunca se necesitan instrumentos capaces de vencer las recurrentes tentaciones de conflicto entre las distintas visiones culturales, étnicas y religiosas. Es necesario fundar las relaciones internacionales en el respeto de la persona y de los principios cardinales de la convivencia, en la fidelidad a los pactos y en el recíproco reconocimiento de los pueblos como miembros de la única familia humana. Es necesario reconocer que el progreso técnico es necesario, pero no lo es todo, porque el verdadero progreso es el que salvaguarda la dignidad del ser humano en su integridad y consiente a cada pueblo compartir los propios recursos espirituales y materiales en beneficio de todos.
En este contexto quisiera recordar la importancia de ayudar a las comunidades indígenas, que con demasiada frecuencia son objeto de apropiaciones indebidas que persiguen únicamente el beneficio, como recientemente ha subrayado vuestra organización al redactar las «Directivas sobre el derecho a la alimentación». No hay que olvidar que mientras algunas áreas están sometidas a medidas y controles internacionales, millones de personas son condenadas a sufrir de hambre hasta la muerte en zonas donde están en curso sangrientos conflictos olvidados por la opinión pública, porque son considerados como conflictos internos, étnicos o tribales. En estos casos se registra la sistemática eliminación de vidas humanas, el desarraigo de las personas de su tierra, obligadas –con el objetivo de huir de una muerte cierta– a abandonar los precarios refugios de los campos de refugiados.
Suscita confianza la iniciativa de la FAFO de convocar a los Estados miembros para discutir sobre el tema de la reforma agraria y el desarrollo rural. Se trata de un ámbito que no es nuevo al que la Iglesia siempre ha dirigido su atención, preocupándose en particular de los pequeños agricultores rurales, que representan una parte importante de la población activa, especialmente en los países en vías de desarrollo. Un camino que quizás habría que recorrer podría ser el de asegurar a las poblaciones rurales los recursos e instrumentos indispensables, comenzando por la formación y educación, así como estructuras organizativas que tutelen a las pequeñas empresas familiares y a las cooperativas (Cf. «Gaudium et spes», 71).
En pocos días, en Hong Kong, muchos de los participantes en vuestras sesiones de trabajo se sentarán en la mesa de las negociaciones sobre el comercio internacional y, en particular, sobre los productos agrícolas. La Santa Sede espera que, en el ámbito del comercio internacional y el sector agrícola, prevalezca siempre la solidaridad hacia quienes están en desventaja y se abandonen de una vez los intereses locales y las lógicas del poder. No se puede olvidar que la vulnerabilidad del mundo rural tiene repercusiones sobre la subsistencia individual y de las familias de los pequeños agricultores, si se les niega el acceso al mercado. Actuar coherentemente significa, por tanto, reconocer el papel insustituible de la familia rural, custodia de valores y canal natural de solidaridad en las relaciones entre las generaciones. Por este motivo, es necesario sostener también el papel de la mujer rural, y asegurar que se les asegure a los niños, además de la alimentación, los elementos básicos para su educación.
Señoras y señores, estas reflexiones, que me he permitido presentar a vuestra consideración, si bien tienen en cuenta las muchas dificultades que existen, surgen de la convicción de que en el corazón de todos tiene que darse una disponibilidad concreta para ayudar a quienes les falta en el mundo el pan de cada día. Vuestros esfuerzos testimonian la fuerza de la convicción de que hay que luchar valientemente contra el hambre. Que el Omnipotente ilumine vuestras decisiones y os haga perseverar en esta insustituible búsqueda de servicio al bien común. A todos os renuevo mi saludo, deseando pleno éxito a vuestra Conferencia.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]