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Señor rector,
ilustres decanos y profesores,
señores médicos y asistentes,
¡queridos estudiantes!
Estoy muy contento de visitar esta sede romana de la Universidad Católica del Sagrado Corazón para inaugurar oficialmente el año académico 2005-2006. Mi saludo se dirige a las demás sedes de la Universidad: a la central de Milán, en la bella Basílica de San Ambrosio, y a las de Brescia, Piacenza-Cremona y Campobasso. En este momento, quisiera que toda la familia de la Universidad Católica se sintiera unida, ante la mirada de Dios, al inicio de un nuevo tramo del camino en el compromiso científico y formativo. Están espiritualmente aquí, con nosotros, el padre Gemelli y tantos hombres y mujeres que con su dedicación iluminada han hecho la historia de la Universidad. Experimentamos muy de cerca también a los Papas, comenzando por Benedicto XV hasta llegar a Juan Pablo II, que han tenido siempre un lazo especial con esta Universidad. Mi visita de hoy, de hecho, se pone en continuidad con la que mi venerado predecesor realizó hace cinco años a esta misma sede con esta misma circunstancia. Dirijo un cordial saludo al cardenal Dionigi Tettamanzi, presidente del Instituto Toniolo, y al rector, el profesor Lorenzo Ornaghi, agradeciéndoles a ambos las gentiles palabras que me han dirigido en nombre de todos los presentes. Mi saludo se dirige también deferentemente a las demás personalidades religiosas y civiles presentes, en particular, al senador Emilio Colombo, que durante 48 años ha sido miembro del Comité Permanente del Instituto Toniolo, presidiéndolo después de 1986 a 2003. Le doy las gracias por todo lo que ha hecho por la Universidad.
Al encontrarnos juntos aquí, ilustres y queridos amigos, no podemos dejar de pensar en los momentos cargados de trepidación y conmoción que vivimos durante las últimas hospitalizaciones de Juan Pablo II. En aquellos días, se dirigía hacia el Gemelli el pensamiento de los católicos y no católicos de todo el mundo. Desde las habitaciones de este Hospital el Papa impartió a todos una enseñanza incomparable sobre el sentido cristiano de la vida y del sufrimiento, testimoniando en primera persona la verdad del mensaje cristiano. Deseo, por tanto, renovar mi agradecimiento y el de innumerables personas por los tratamientos ofrecidos al Santo Padre. Que él alcance para cada uno las celestes recompensas.
La Universidad Católica del Sagrado Corazón, en sus cinco sedes y catorce facultades, cuenta con cerca de 40 mil estudiantes inscritos. Espontáneamente viene a la mente este pensamiento: ¡cuánta responsabilidad! Miles y miles de jóvenes pasan por las aulas de la «Católica». ¿Cómo salen? ¿Qué tipo de cultura han encontrado, asimilado y elaborado? He aquí el gran desafío en primer lugar de los responsables de esta Universidad, del cuerpo docente y también de los mismos estudiantes: dar vida a una auténtica Universidad Católica que se distinga por la calidad de la investigación y de la enseñanza y al mismo tiempo por la fidelidad al Evangelio y el Magisterio de la Iglesia.
En este sentido es providencial que la Universidad Católica del Sagrado Corazón esté estructuralmente unida a la Santa Sede a través del Instituto Toniolo de Estudios Superiores, cuya tarea era y es la de alcanzar los fines institucionales de la Universidad de los católicos italianos. Este planteamiento originario, siempre confirmado por mis predecesores, asegura de manera colegial un sólido anclaje de la universidad con la Cátedra de Pedro y con el patrimonio de los valores dejados en herencia por sus fundadores. A todos los miembros de esta benemérita institución les dirijo mi más sentido agradecimiento.
Volvamos, por tanto, a la pregunta: ¿qué cultura se ofrece? Me alegra el que el rector, en su saludo de introducción, haya subrayado la «misión» originaria y siempre actual de la Universidad católica: hacer investigación científica y actividad científica según un proyecto cultural y formativo coherente, al servicio de las nuevas generaciones y del desarrollo humano y cristiano de la sociedad. En este sentido, es sumamente rico el patrimonio de enseñanzas dejado por el Papa Juan Pablo II, culminadas en la constitución apostólica «Ex corde Ecclesiae», de 1990. Siempre demostró que el hecho de ser «católica» no quita nada a la Universidad, sino que más bien la valoriza al máximo. De hecho, si la misión fundamental de toda Universidad es «la constante búsqueda de la verdad mediante la investigación, la conservación y la comunicación del saber para el bien de la sociedad» (ibídem n. 30), una comunidad académica católica se distingue por la inspiración cristiana de los miembros y de la misma comunidad, por la luz de la fe que ilumina la reflexión, por la fidelidad al mensaje cristiano tal y como es presentado por la Iglesia, y por el compromiso institucional al servicio del pueblo de Dios (Cf. ibídem n. 13).
La Universidad católica es, por este motivo, un gran laboratorio en el que, según las diferentes disciplinas, se elaboran siempre nuevos caminos de investigación en un diálogo estimulante entre fe y razón que busca recuperar la síntesis armoniosa alcanzada por Tomás de Aquino y por los demás grandes pensadores cristianos, una síntesis que por desgracia es contestada por corrientes importantes de la filosofía moderna. La consecuencia de esta contestación ha sido la paulatina afirmación de manera cada vez más exclusiva del criterio de racionalidad a través del experimento. Las cuestiones fundamentales del hombre –cómo vivir y cómo morir– parecen quedar excluidas del ámbito de la racionalidad y son confinadas en la esfera de la subjetividad. Como consecuencia, desaparece al final la cuestión que dio origen a la universidad –la cuestión de la verdad y del bien– para ser sustituida por la cuestión de la factibilidad. Este es, por tanto, el gran desafío de las universidades católicas: la investigación científica, según el horizonte de una auténtica racionalidad, diferente a la que hoy ampliamente domina, según una razón abierta a la cuestión de la verdad y de los grandes valores inscritos en el mismo ser, abierta, por tanto, al trascendente, a Dios.
Sabemos que esto es posible precisamente a la luz de la revelación de Cristo, que unió en sí a Dios y al hombre, tiempo y eternidad, espíritu y materia. «En el principio existía la Palabra, el Logos, la razón creativa… Y el Verbo se hizo carne» (Juan 1,1.14). El «Logos» divino, la razón eterna, está en el origen del universo y, en Cristo, se unió de una vez para siempre a la humanidad, al mundo y a la historia. A la luz de esta verdad capital de la fe y al mismo tiempo de la razón, es posible, en el año 2000, conjugar fe y ciencia. Es decir, sobre esta base se desarrolla el trabajo cotidiano de una universidad católica. ¿No es una aventura entusiasmante? Sí lo es, pues al moverse dentro de este horizonte de sentido, se descubre la unidad intrínseca que une las diferentes ramas del saber: la teología, la filosofía, la medicina, la economía, toda disciplina, hasta las tecnologías más especializadas, pues todo está relacionado. Escoger la universidad católica significa escoger este planteamiento que, a pesar de los inevitables límites históricos, califica la cultura de Europa, a cuya conformación, y no es casualidad, las universidades nacidas históricamente «ex corde Ecclesiae» dieron una contribución fundamental.
Por tanto, queridos amigos, con renovada pasión por la verdad y por el hombre, remad mar adentro, en el mar profundo del saber, confiando en la palabra de Cristo, incluso cuando experimentéis el cansancio, la desilusión de no haber «pescado» nada. En el vasto mar de la cultura, Cristo siempre tiene necesidad de «pescadores de hombres», es decir, de personas de conciencia y bien preparadas que pongan sus competencias profesionales al servicio del bien, en última instancia, al servi
cio del Reino de Cristo. ¡El trabajo de investigación dentro de la universidad, si se desarrolla en una perspectiva de fe, forma parte de este servicio al Reino y al hombre! Pienso en todos los sectores de investigación que se promueven en los múltiples institutos de la Universidad Católica: esta investigación está destinada a la gloria de Dios y a la promoción espiritual y material de la humanidad. En este momento, pienso en particular en el Instituto Científico que vuestra Universidad quiso ofrecer al Papa Juan Pablo II, el 9 de noviembre de 2000, con motivo de su visita a esta sede para inaugurar solemnemente el año académico. Quiero afirmar que el «Instituto Científico Internacional Pablo VI de investigación sobre la fertilidad e infertilidad humana por una procreación responsable» también lo llevo en mi corazón. De hecho, por sus finalidades institucionales, se presenta como un ejemplo elocuente de esa síntesis entre verdad y amor que constituye el centro vital de la cultura católica. El Instituto, nacido para responder al llamamiento lanzado por el Papa Pablo VI en la encíclica «Humanae vitae», quiere ofrecer un fundamento científico tanto a la regulación natural de la fertilidad humana como al compromiso por superar naturalmente la eventual infertilidad. Al unirme al agradecido aprecio de mi venerado predecesor por esta iniciativa científica, deseo que pueda tener el necesario apoyo para continuar con su importante actividad de investigación.
Ilustres profesores y queridos estudiantes: el año académico que hoy inauguramos es el número 85 de la historia de la Universidad Católica del Sagrado Corazón. Las clases comenzaron en Milán en diciembre de 1921, con cien alumnos, en las facultades de Ciencias Sociales y Filosofía. Al dar gracias a Dios junto a vosotros por el largo y fecundo camino recorrido, os exhorto a permanecer fieles al espíritu de los inicios, al igual que a los Estatutos que constituyen la base de esta Institución. Podréis realizar, de este modo, una fecunda y armónica síntesis entre la identidad católica y la plena integración en el sistema universitario italiano, según el proyecto de Giuseppe Toniolo y del padre Agostino Gemelli. Este es el deseo que os dirijo hoy a todos vosotros: seguid construyendo, día a día, con entusiasmo y con alegría, la Universidad Católica del Sagrado Corazón. Es un compromiso que acompaño con mi oración y con una especial bendición apostólica.
[Traducción del original italiano realizada por Zenit]