CIUDAD DEL VATICANO, martes, 17 enero 2006 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció dejando a un lado los papeles Benedicto XVI el 8 de enero pasado, en la fiesta del Bautismo del Señor, al bautizar a diez bebés en la Capilla Sixtina.
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Queridos padres, padrinos y madrinas;
queridos hermanos y hermanas:
¿Qué sucede en el bautismo? ¿Qué esperamos del bautismo? Vosotros habéis dado una respuesta en el umbral de esta capilla: esperamos para nuestros niños la vida eterna. Esta es la finalidad del bautismo. Pero, ¿cómo se puede realizar esto? ¿Cómo puede el bautismo dar la vida eterna? ¿Qué es la vida eterna?
Se podría decir, con palabras más sencillas: esperamos para estos niños nuestros una vida buena; la verdadera vida; la felicidad también en un futuro aún desconocido. Nosotros no podemos asegurar este don para todo el arco del futuro desconocido y, por ello, nos dirigimos al Señor para obtener de él este don.
A la pregunta: «¿Cómo sucederá esto?» podemos dar dos respuestas. La primera: en el bautismo cada niño es insertado en una compañía de amigos que no lo abandonará nunca ni en la vida ni en la muerte, porque esta compañía de amigos es la familia de Dios, que lleva en sí la promesa de eternidad. Esta compañía de amigos, esta familia de Dios, en la que ahora el niño es insertado, lo acompañará siempre, incluso en los días de sufrimiento, en las noches oscuras de la vida; le brindará consuelo, fortaleza y luz.
Esta compañía, esta familia, le dará palabras de vida eterna, palabras de luz que responden a los grandes desafíos de la vida y dan una indicación exacta sobre el camino que conviene tomar. Esta compañía brinda al niño consuelo y fortaleza, el amor de Dios incluso en el umbral de la muerte, en el valle oscuro de la muerte. Le dará amistad, le dará vida. Y esta compañía, siempre fiable, no desaparecerá nunca. Ninguno de nosotros sabe lo que sucederá en el mundo, en Europa, en los próximos cincuenta, sesenta o setenta años. Pero de una cosa estamos seguros: la familia de Dios siempre estará presente y los que pertenecen a esta familia nunca estarán solos, tendrán siempre la amistad segura de Aquel que es la vida.
Así hemos llegado a la segunda respuesta. Esta familia de Dios, esta compañía de amigos es eterna, porque es comunión con Aquel que ha vencido la muerte, que tiene en sus manos las llaves de la vida. Estar en la compañía, en la familia de Dios, significa estar en comunión con Cristo, que es vida y da amor eterno más allá de la muerte. Y si podemos decir que amor y verdad son fuente de vida, son la vida —y una vida sin amor no es vida—, podemos decir que esta compañía con Aquel que es vida realmente, con Aquel que es el Sacramento de la vida, responderá a vuestras expectativas, a vuestra esperanza.
Sí, el bautismo inserta en la comunión con Cristo y así da vida, la vida. Así hemos interpretado el primer diálogo que hemos tenido aquí, en el umbral de la capilla Sixtina. Ahora, después de la bendición del agua, seguirá un segundo diálogo, de gran importancia. El contenido es este: el bautismo —como hemos visto— es un don, el don de la vida. Pero un don debe ser acogido, debe ser vivido. Un don de amistad implica un «sí» al amigo e implica un «no» a lo que no es compatible con esta amistad, a lo que es incompatible con la vida de la familia de Dios, con la vida verdadera en Cristo.
Así, en este segundo diálogo, se pronuncian tres «no» y tres «sí». Se dice «no», renunciando a las tentaciones, al pecado, al diablo. Esto lo conocemos bien, pero, tal vez precisamente porque hemos escuchado demasiadas veces estas palabras, ya no nos dicen mucho. Entonces debemos profundizar un poco en los contenidos de estos «no». ¿A qué decimos «no»? Sólo así podemos comprender a qué queremos decir «sí».
En la Iglesia antigua estos «no» se resumían en una palabra que para los hombres de aquel tiempo era muy comprensible: se renuncia —así decían— a la «pompa diaboli», es decir, a la promesa de vida en abundancia, de aquella apariencia de vida que parecía venir del mundo pagano, de sus libertades, de su modo de vivir sólo según lo que agradaba. Por tanto, era un «no» a una cultura de aparente abundancia de vida, pero que en realidad era una «anticultura» de la muerte. Era el «no» a los espectáculos donde la muerte, la crueldad, la violencia se habían transformado en diversión. Pensemos en lo que se realizaba en el Coliseo o aquí, en los jardines de Nerón, donde se quemaba a los hombres como antorchas vivas. La crueldad y la violencia se habían transformado en motivo de diversión, una verdadera perversión de la alegría, del verdadero sentido de la vida. Esta «pompa diaboli», esta «anticultura» de la muerte era una perversión de la alegría; era amor a la mentira, al fraude; era abuso del cuerpo como mercancía y como comercio.
Y ahora, si reflexionamos, podemos decir que también en nuestro tiempo es necesario decir un «no» a la cultura de la muerte, ampliamente dominante. Una «anticultura» que se manifiesta, por ejemplo, en la droga, en la huida de lo real hacia lo ilusorio, hacia una felicidad falsa que se expresa en la mentira, en el fraude, en la injusticia, en el desprecio del otro, de la solidaridad, de la responsabilidad con respecto a los pobres y los que sufren; que se expresa en una sexualidad que se convierte en pura diversión sin responsabilidad, que se transforma en «cosificación» —por decirlo así— del hombre, al que ya no se considera persona, digno de un amor personal que exige fidelidad, sino que se convierte en mercancía, en un mero objeto. A esta promesa de aparente felicidad, a esta «pompa» de una vida aparente, que en realidad sólo es instrumento de muerte, a esta «anticultura» le decimos «no», para cultivar la cultura de la vida. Por eso, el «sí» cristiano, desde los tiempos antiguos hasta hoy, es un gran «sí» a la vida. Este es nuestro «sí» a Cristo, el «sí» al vencedor de la muerte y el «sí» a la vida en el tiempo y en la eternidad.
Del mismo modo que en este diálogo bautismal el «no» se articula en tres renuncias, también el «sí» se articula en tres adhesiones: «sí» al Dios vivo, es decir, a un Dios creador, a una razón creadora que da sentido al cosmos y a nuestra vida; «sí» a Cristo, es decir, a un Dios que no permaneció oculto, sino que tiene un nombre, tiene palabras, tiene cuerpo y sangre; a un Dios concreto que nos da la vida y nos muestra el camino de la vida; «sí» a la comunión de la Iglesia, en la que Cristo es el Dios vivo, que entra en nuestro tiempo, en nuestra profesión, en la vida de cada día.
Podríamos decir también que el rostro de Dios, el contenido de esta cultura de la vida, el contenido de nuestro gran «sí», se expresa en los diez Mandamientos, que no son un paquete de prohibiciones, de «no», sino que presentan en realidad una gran visión de vida. Son un «sí» a un Dios que da sentido al vivir (los tres primeros mandamientos); un «sí» a la familia (cuarto mandamiento); un «sí» a la vida (quinto mandamiento); un «sí» al amor responsable (sexto mandamiento); un «sí» a la solidaridad, a la responsabilidad social, a la justicia (séptimo mandamiento); un «sí» a la verdad (octavo mandamiento); un «sí» al respeto del otro y de lo que le pertenece (noveno y décimo mandamientos).
Esta es la filosofía de la vida, es la cultura de la vida, que se hace concreta, practicable y hermosa en la comunión con Cristo, el Dios vivo, que camina con nosotros en compañía de sus amigos, en la gran familia de la Iglesia. El bautismo es don de vida. Es un «sí» al desafío de vivir verdaderamente la vida, diciendo «no» al ataque de la muerte, que se presenta con la máscara de la vida; y es un «sí» al gran don de la verdadera vida, que se hizo presente en el rostro de Cristo, el cual se nos dona en el bautismo y luego en la Eucaristía.
Esto lo he dicho como breve comentario
a las palabras que en el diálogo bautismal interpretan lo que se realiza en este sacramento. Además de las palabras, tenemos los gestos y los símbolos; los indicaré muy brevemente. El primer gesto ya lo hemos realizado: es el signo de la cruz, que se nos da como escudo que debe proteger a este niño en su vida; es como una «señalización» en el camino de la vida, porque la cruz es el resumen de la vida de Jesús.
Luego están los elementos: el agua, la unción con el óleo, el vestido blanco y la llama de la vela. El agua es símbolo de la vida: el bautismo es vida nueva en Cristo. El óleo es símbolo de la fuerza, de la salud, de la belleza, porque realmente es bello vivir en comunión con Cristo. El vestido blanco es expresión de la cultura de la belleza, de la cultura de la vida. Y, por último, la llama de la vela es expresión de la verdad que resplandece en las oscuridades de la historia y nos indica quiénes somos, de dónde venimos y a dónde debemos ir.
Queridos padrinos y madrinas, queridos padres, queridos hermanos, demos gracias hoy al Señor porque Dios no se esconde detrás de las nubes del misterio impenetrable, sino que, como decía el evangelio de hoy, ha abierto los cielos, se nos ha mostrado, habla con nosotros y está con nosotros; vive con nosotros y nos guía en nuestra vida. Demos gracias al Señor por este don y pidamos por nuestros niños, para que tengan realmente la vida, la verdadera vida, la vida eterna.
Amén
[Traducción del original italiano distribuida por la Santa Sede]
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