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Señor cardenal;
venerados hermanos en el episcopado y en el presbiterado;
ilustres señores y amables señoras:
Me alegra acogeros y saludo cordialmente a todos los que participáis en el seminario sobre el tema: «El patrimonio cultural y los valores de las universidades europeas como base para la atracción del «Espacio europeo de instrucción superior»». Provenís de cerca de cincuenta países europeos afiliados al llamado «Proceso de Bolonia», al que también ha contribuido la Santa Sede.
Saludo al cardenal Zenon Grocholewski, prefecto de la Congregación para la educación católica, que me ha dirigido en vuestro nombre palabras deferentes, ilustrándome al mismo tiempo los objetivos de vuestra reunión, y le doy las gracias por haber organizado este encuentro en el Vaticano, en colaboración con la Conferencia de los rectores de las universidades pontificias, con la Academia pontificia de ciencias, con la UNESCO-CEPES, con el Consejo de Europa y con el patrocinio de la Comisión europea. Dirijo un saludo especial a los señores ministros y a los representantes de los diversos organismos internacionales que han querido estar presentes.
Durante estos días vuestra reflexión se ha centrado en la contribución que las universidades europeas, que cuentan con una larga tradición, pueden dar a la construcción de la Europa del tercer milenio, teniendo en cuenta que toda realidad cultural es al mismo tiempo memoria del pasado y proyecto para el futuro. A esta reflexión la Iglesia quiere dar su aportación, como ya ha hecho a lo largo de los siglos. En efecto, ha sido constante su solicitud por los centros de estudio y las universidades de Europa, que con su «servicio intelectual» han transmitido y siguen transmitiendo a las generaciones jóvenes los valores de un peculiar patrimonio cultural, enriquecido por dos milenios de experiencia humanística y cristiana (cf. «Ecclesia in Europa», 59).
Al inicio tuvo considerable influencia el monaquismo, cuyos méritos no sólo afectaron al ámbito espiritual y religioso, sino también al económico e intelectual. En tiempos de Carlomagno, con la aportación de la Iglesia se fundaron verdaderas escuelas, de las que el emperador deseaba que se beneficiara el mayor número posible de personas.
Algunos siglos después nació la universidad, que recibió de la Iglesia un impulso esencial. Numerosas universidades europeas, como las de Bolonia, París, Cracovia, Salamanca, Colonia, Oxford y Praga, por citar sólo algunas, se desarrollaron rápidamente y desempeñaron un papel importante en la consolidación de la identidad de Europa y en la formación de su patrimonio cultural. Las instituciones universitarias se han distinguido siempre por el amor a la sabiduría y la búsqueda de la verdad, como verdadera finalidad de la universidad, con referencia constante a la visión cristiana que reconoce en el hombre la obra maestra de la creación, en cuanto formado a imagen y semejanza de Dios (cf. Gn 1, 26-27).
Siempre ha sido característica de esta visión la convicción de que existe una unidad profunda entre la verdad y el bien, entre los ojos de la mente y los del corazón: «Ubi amor, ibi oculos», decía Ricardo de San Víctor (cf. «Beniamin minor», c. 13): el amor hace ver. La universidad nació del amor al saber, de la curiosidad por conocer, por saber qué es el mundo, el hombre. Pero también de un saber que lleva a actuar, que en definitiva lleva al amor.
Ilustres señores y amables señoras, echando una rápida mirada al «viejo» continente, es fácil constatar los desafíos culturales que debe afrontar hoy Europa, al estar comprometida en el redescubrimiento de su identidad, que no es sólo de orden económico y político. La cuestión fundamental hoy, como ayer, sigue siendo antropológica. ¿Qué es el hombre? ¿De dónde viene? ¿A dónde debe ir? ¿Cómo debe ir? Es decir, se trata de aclarar cuál es la concepción del hombre que está en la base de los nuevos proyectos. Y con razón vosotros os preguntáis, ¿al servicio de qué hombre, de qué imagen del hombre, quiere estar la universidad: de una persona enrocada en la defensa de sus intereses, sólo en una perspectiva de intereses, una perspectiva materialista, o de una persona abierta a la solidaridad con los demás, en busca del verdadero sentido de la existencia, que debe ser un sentido común, que trasciende a la persona?
Además, nos preguntamos cuál es la relación entre la persona humana, la ciencia y la técnica. Si en los siglos XIX y XX la técnica experimentó un crecimiento asombroso, al inicio del siglo XXI se han dado pasos ulteriores: el desarrollo tecnológico, gracias a la informática, también se ha apoderado de una parte de nuestras actividades mentales, con consecuencias que influyen en nuestro modo de pensar y pueden condicionar nuestra misma libertad.
Es preciso decir con fuerza que el ser humano no puede, no debe ser sacrificado jamás a los éxitos de la ciencia o de la técnica: precisamente por eso cobra gran importancia la así llamada cuestión antropológica, que nosotros, herederos de la tradición humanística fundada en los valores cristianos, debemos afrontar a la luz de los principios inspiradores de nuestra civilización, que han encontrado en las universidades europeas auténticos laboratorios de investigación y de profundización.
«De la concepción bíblica del hombre -afirmó Juan Pablo II en la exhortación postsinodal «Ecclesia in Europa»-, Europa ha tomado lo mejor de su cultura humanista (…) y ha promovido la dignidad de la persona, fuente de derechos inalienables» (n. 25). De este modo, la Iglesia -añadió mi venerado predecesor-, ha contribuido a difundir y consolidar los valores que han hecho universal la cultura europea.
Pero el hombre no puede comprenderse plenamente a sí mismo si prescinde de Dios. Por esta razón no puede descuidarse la dimensión religiosa de la existencia humana en el momento en que se está construyendo la Europa del tercer milenio. Aquí emerge el papel peculiar de las universidades como universo científico y no sólo como conjunto de diversas especializaciones: en la situación actual se les pide que no se contenten con instruir, con transmitir conocimientos técnicos y profesionales, que son muy importantes, pero no bastan, sino que se comprometan también a desempeñar un atento papel educativo al servicio de las nuevas generaciones, recurriendo al patrimonio de ideales y valores que han marcado los milenios pasados. Así, la universidad podrá ayudar a Europa a conservar y a recuperar su «alma», revitalizando las raíces cristianas que la originaron.
Ilustres señores y amables señoras, que Dios haga fecundo el trabajo que lleváis a cabo y los esfuerzos que hacéis en favor de tantos jóvenes, en los que Europa tiene puesta su esperanza.
Acompaño este deseo con la seguridad de una oración particular por cada uno de vosotros, implorando para todos la bendición divina.
[© Copyright 2006 – Libreria Editrice Vaticana]