ROMA, viernes 27 enero 2012 (ZENIT.org).- Nuestra columna «En la escuela de san Pablo…» ofrece el comentario y la aplicación correspondiente para el 4º domingo del Tiempo ordinario.
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Pedro Mendoza LC
«Yo os quisiera libres de preocupaciones. El no casado se preocupa de las cosas del Señor, de cómo agradar al Señor. El casado se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su mujer; está por tanto dividido. La mujer no casada, lo mismo que la doncella, se preocupa de las cosas del Señor, de ser santa en el cuerpo y en el espíritu. Mas la casada se preocupa de las cosas del mundo, de cómo agradar a su marido. Os digo esto para vuestro provecho, no para tenderos un lazo, sino para moveros a lo más digno y al trato asiduo con el Señor, sin división». 1Cor 7,32-35
Comentario
San Pablo, después del pasaje del domingo anterior (7,29-31), prosigue las ideas antes expuestas sobre lo bueno y lo mejor, en que se basan los diversos consejos que ha ido dejando a lo largo de este capítulo de su carta: en torno al matrimonio y a la virginidad (vv.6-7); a la circuncisión o incircuncisión (vv.17-24); al celibato o virginidad (vv.25-31). En el presente pasaje (vv.32-35) responde por qué es mejor el estado de virginidad.
El elemento nuevo en este texto está en los «cuidados» que un estado determinado comporta. Habla del tema cinco veces. La valoración de los «cuidados» es doble. Comienza por presentar el lado negativo: «Yo os quisiera libres de preocupaciones». Por consiguiente esos «cuidados» se consideran como una postura prohibida a los cristianos, pues pueden comportar distracciones o divisiones interiores que los apartan de Dios, a quien están llamados a servir con todo su corazón. En este caso el verbo cuidarse tendría por objeto las cosas del mundo. Se trata, por lo tanto, de un cuidado típicamente mundanal.
Pero hay otro cuidado, que es positivo, y es el de las cosas del Señor: «El no casado se preocupa de las cosas del Señor». Surge ahora un problema, pues ocurre que la persona casada se ve dividida entre ambos cuidados. Ella se ve obligada a prestar atención tanto a unos como a otros: debe atender por un lado a las cosas del Señor y, por otro, a las cosas del mundo.
En la valoración de estas situaciones san Pablo recurre a otra palabra determinante, el verbo «agradar». El no casado busca «agradar» al Señor; quien está casado, «agradar» a la mujer o al marido. En este «agradar» están contenidas toda la reserva, el tiempo, las orientaciones y preocupaciones que el matrimonio lleva consigo. El casado se ve en la precisión, por así decirlo, de servir a dos señores. No deberían ser dos señores distintos cuando ambos consortes quieren pertenecer enteramente al Señor. Pero el apóstol no está pensando en este caso ideal al presentar sus valoraciones sobre el modo normal en que el esposo o la esposa proceden ante estos cuidados. Al final se ve que, si bien san Pablo se muestra más bien reservado sobre la existencia de este comportamiento ideal por parte de los esposos, no puede por menos de desear de todo corazón que ellos se entreguen total y enteramente, sin división y sin turbación, al Señor.
Frente a los cuidados, negativamente valorados, por las cosas del mundo, están los cuidados por las cosas del Señor, los únicos valorados positivamente. Podríamos preguntar cuál es la contrapartida del estar dividido. Y la respuesta sería: el indiviso pertenece al Señor y, por lo mismo, la preocupación de la mujer no casada y de la doncella es la de «ser santa en cuerpo y alma». No quiere decir que los casados no puedan y no deban ser santos. Recurriendo a esta expresión el apóstol quiere indicar la pertenencia especial y exclusiva al Señor, un ser y estar determinado por Él, que debe caracterizar la vida de todo cristiano.
San Pablo no presta atención a otro grupo: al de aquellos muchos que desearían casarse, pero no llegan al matrimonio. En el v.34, podría pensarse que el apóstol tiene presente este grupo, cuando junto a las vírgenes menciona a las mujeres no casadas. En todo caso, en lo ya dicho hay elementos que proporcionan ayuda a estos célibes involuntarios. Ellos están llamados a adquirir en la fe una visión de su forzosa privación del matrimonio como llamada positiva a las cosas del Señor. «Se preocupa de las cosas del Señor» es presentado como un hecho evidente. Hay aquí una invitación y una exigencia: la de ser capaz de reconocer y abrazar esta llamada positiva.
Aplicación
Preocuparse de las cosas del Señor y servirlo con corazón indiviso.
Guiados por la liturgia del Tiempo ordinario, continuamos nuestro acompañamiento de Cristo en su vida pública. Hoy el evangelio nos lo muestra como profeta poderoso en obras y palabras, en cumplimiento de la promesa que Dios había hecho de enviar un profeta semejante a Moisés. San Pablo, en continuación de la misión de Cristo, nos exhorta a preocuparnos de las cosas del Señor y a servirlo con corazón indiviso.
Como nos refiere la lectura del Deuteronomio (18,15-20), Dios, por boca de Moisés, promete que no nos dejará sin la guía y la asistencia de sus intermediarios. Él nos enviará un profeta semejante a Moisés, que nos hable en su nombre y nos represente ante Él. Así ha sucedido a lo largo de la historia, por medio de los hombres que guiaron al pueblo elegido, hasta el momento en que llegó el profeta «semejante a Moisés», Jesucristo. Él ha venido a enseñarnos con poder y autoridad. A este profeta, que nos habla en el evangelio, acojámoslo en nuestro corazón y aceptemos en nuestras vidas sus enseñanzas, llevándolas fielmente a la práctica.
Es este acontecimiento de la llegada del profeta «semejante a Moisés» el que nos ratifica el evangelio de Marcos (1,21-28): Jesucristo es el verdadero profeta anunciado. Con esta referencia el evangelista presenta el inicio del ministerio público de Cristo. Después de su predicación en la sinagoga, realiza un milagro portentoso con la curación de un endemoniado. De este modo Cristo se revela poderoso en palabras y obras. Todo ello para suscitar en nosotros una total apertura y confianza en Él. A este Cristo dispongámonos a seguirlo muy cerca, pues Él es más que un hombre excepcional, es el mismo Hijo de Dios, que ha venido a rescatarnos de los espíritus malignos y a enseñarnos el camino de la salvación.
Un modo concreto que debe caracterizar nuestra relación con Cristo es el que el apóstol san Pablo nos recuerda en el pasaje de la primera carta a los Corintios (7,32-35), antes comentada: nuestra preocupación en la vida debe estar en las cosas del Señor y en servirlo con corazón indiviso. No resulta fácil vivir esto en la práctica, pues los diversos estados de vida comportan ya una serie de ocupaciones y preocupaciones que podrían distraernos de la tarea fundamental, a la que deben confluir todas las demás. Por lo tanto, también nosotros estamos llamados a seguir la exhortación que Cristo hizo a Marta, afanada en tantas tareas: «hay necesidad de una sola cosa, y María ha escogido la mejor parte» (Lc 10,42). Escojamos esa mejor parte entregándonos con corazón indiviso a Cristo y a su causa.