La ONU y la globalización

Por P. Michel Schooyans*

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LOVAINA, 29 septiembre 2001 (ZENIT.org).-
Los términos «mundialización» y «globalización» son hoy en día parte del vocabulario corriente. Ambos conceptos se utilizan indistintamente para indicar que, en escala mundial, los intercambios se multiplicaron rápidamente, lo que se hace evidente en los sectores científicos, técnicos y culturales. La multiplicación de intercambios se tornó posible gracias a sistemas de comunicación más rápidos y eficaces.

Dentro de este primer sentido corriente, los términos mundialización y globalización evocan la interdependencia de las sociedades humanas. Una crisis económica en los Estados Unidos, decisiones de la OPEP sobre el precio del petróleo, las tensiones entre palestinos e israelíes –para citar apenas algunos ejemplos– tienen repercusiones de carácter mundial. Nos vemos comprometidos, interpelados e incluso afectados por catástrofes que pasan lejos de nosotros, sentimos nuestra responsabilidad frente al hambre y la enfermedad en todo el mundo.
Las propias religiones dialogan intensamente. Inclusive dentro de la Iglesia católica, las comunicaciones se intensificaron.

Adquirimos así una aguda conciencia de que pertenecemos a la comunidad humana. En este primer sentido, habitual, hablamos de «integración». En lenguaje común se dice que «las distancias no cuentan más», que «los viajes aproximan a los hombres», que «el mundo se convirtió en una aldea».

El mundo tiende a una mayor unidad. En principio deberíamos alegrarnos. Es natural que la nueva situación lleve a que se consideren nuevas estructuras políticas y económicas que procuren brindar respuesta a nuevas necesidades. Sin embargo, ello no puede realizarse a cualquier precio y de cualquier manera (1).

Unificación política, integración económica
Desde hace algunos años, el sentido de las palabras mundialización y globalización se hizo un poco más preciso. Por mundialización, se entiende ahora, la tendencia que lleva a la organización de un único gobierno mundial. El acento se coloca sobre la dimensión política de la unificación del mundo. En su forma actual, tal tendencia fue desarrollada por diversas corrientes estudiadas por los internacionalistas (2). En esta línea de pensamiento basta citar dos ejemplos. El primer modelo remonta al final de los años 60 y es de autoría de Zbigniev Brzezinski (3). Según esta visión, Estados Unidos debe reformular su tradicional mesianismo y asumir la conducción mundial. Deben organizar las sociedades políticas particulares tomando en cuenta una tipología que las clasifica en tres categorías según su grado de desarrollo. La mundialización se define aquí a partir de un proyecto hegemónico con una disyuntiva esencial: imponer la Pax americana o sumergirse en el caos.

Al final de los años ochenta surge otro proyecto mundialista, del cual Billy Brandt es uno de los principales artesanos. El Norte (desarrollado) y el Sur (en desarrollo) necesitan uno del otro; sus intereses son recíprocos. Resulta urgente tomar nuevas medidas internacionales para superar el abismo que los separa. Dichas iniciativas deben ser tomadas en el plano político; deben incidir prioritariamente sobre el sistema monetario, el desarme, el hambre. Según el «programa de supervivencia» del informe Brandt, es preciso crear «un mecanismo de vigilancia de alto nivel» que tendría por principal misión tornar a la ONU más eficaz, así como consolidar el consenso que la caracteriza (4). El concepto de mundialización que aparece aquí no se vincula de manera alguna a un proyecto hegemónico. Se sitúa en la tradición de la «internacional socialista». Sin duda, no se llega a recomendar la supresión de los Estados, pero la soberanía de estos debería limitarse y colocarse bajo el control de un poder mundial, si queremos garantizar la supervivencia de la humanidad.

Al mismo tiempo en que el término «mundialización» adquiere una connotación esencialmente política, la palabra globalización adquiere una connotación fundamentalmente económica. La multiplicación de los intercambios y la mejora de las comunicaciones internacionales estimulan a hablar de una integración de los agentes económicos a nivel mundial. Las diversas actividades económicas serían divididas entre los diferentes Estados o regiones. El trabajo sería dividido: a unos les corresponderían, por ejemplo, las tareas de extracción, a otros, aquellas de transformación. Finalmente, en la cúspide del sistema de toma de decisiones, se encontrarían aquellos avocados a las tareas de producción tecnológica y de coordinación mundial. Dicha visión de la globalización es francamente liberal. Sin embargo, con una cierta reserva: aunque sean preconizadas de manera amplia la libre circulación de bienes y capitales, lo mismo no se da con respecto a la libre circulación de personas (5).

Globalización y holismo
En los documentos recientes de la ONU, el tema de la globalización surge con más frecuencia que el de la mundialización, no obstante ambos conceptos no son contradictorios ni compiten entre sí.

La ONU incorpora las concepciones corrientes que acabamos de mencionar. Sin embargo, aprovecha la percepción favorable a la actual concepción de la globalización para someter esa palabra a una alteración semántica. La globalización es reinterpretada a la luz de una nueva visión del mundo y del lugar del hombre en el mundo. Esta nueva visión se denomina «holismo». Esta palabra, de origen griego, significa que el mundo constituye un todo, dotado de más realidad y más valor que las partes que lo componen. En ese todo, el surgimiento del hombre no es más que un avatar en la evolución de la materia. El destino inexorable del hombre es la muerte, desaparecer en la Madre-Tierra, de donde nació.

El gran todo, llamémoslo así para simplificar, la Madre-Tierra, o Gaia, trasciende por lo tanto al hombre. Este debe doblarse a los imperativos de la ecología, a las conveniencias de la Naturaleza. La persona no solamente debe aceptar no destacarse más en el medio ambiente; sino que debe también aceptar no ser más el centro del mundo. Según dicha lectura, la ley «natural» no es más aquella escrita en su inteligencia y en su corazón; es la ley implacable y violenta que la Naturaleza impone al hombre. La vulgata ecológica presenta al hombre como un predador, y como toda población de predadores, la población humana debe, de acuerdo con esta concepción, ser contenida dentro de los límites de un desarrollo sustentable. La persona, por lo tanto, no sólo debe aceptar sacrificarse hoy a los imperativos de Madre-Gaia, sino que también debe aceptar sacrificarse a los imperativos de los tiempos venideros.

La «Carta de la Tierra»
La ONU está en proceso de elaborar un documento muy importante sistematizando esa interpretación holística de la globalización. Se trata de la «Carta de la Tierra», de la cual innumerables borradores ya fueron divulgados y cuya redacción se encuentra en fase final. Dicho documento sería invocado no sólo para superar a la «Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948», sino también, según algunos, para reemplazar al propio Decálogo.
Veamos, a título de ejemplo, algunos extractos de dicha Carta:

Nos encontramos en un momento crítico de la historia de la Tierra, el momento de escoger su destino… Debemos unirnos para fundar una sociedad global durable, fundada en el respeto a la naturaleza, los derechos humanos universales, la justicia económica y la cultura de la paz…
La humanidad es parte de un vasto universo evolutivo… El medio ambiente global, con sus recursos finitos, es una preocupación común a todos los pueblos. La protección de la vitalidad, de la diversidad y de la belleza de la Tierra es un deber sagrado…

Un aumento sin precedentes de la población humana sobrecargó los sistemas económicos y sociales…

En consecuencia, nuestra opción es formar una sociedad global para cuidar de la Tierra y cuidarnos los unos a los otros o exponernos al riesgo de destruirnos a nosotros mismos y destruir la diversidad de vida…

Precisamos con urgencia de una visión compartida respecto de los valores básicos que ofrezcan un fundamento ético a la comunidad mundial emergente…

Las religiones y el globalismo
Para consolidar dicha visión holística del globalismo, deben ser aplanados algunos obstáculos y elaborados ciertos instrumentos.

Las religiones en general, y en primer lugar la religión católica, figuran entre los obstáculos que se deben neutralizar. Fue con ese objetivo que se organizó, dentro del marco de las celebraciones del milenio en septiembre del 2000, la Cumbre de líderes espirituales y religiosos. Se busca lanzar la «Iniciativa unida de las religiones» que tiene entre sus objetivos velar por la salud de la Tierra y de todos los seres vivos. Fuertemente influenciado por la New Age, dicho proyecto apunta a la creación de una nueva religión mundial única, lo que implicaría inmediatamente la prohibición a todas las otras religiones de hacer proselitismo. Según la ONU, la globalización no debe envolver apenas las esferas de la política, de la economía, del derecho; debe envolver el alma global. Representando a la Santa Sede, el Cardenal Arinze no aceptó firmar el documento final, que colocaba a todas las religiones en un mismo pie de igualdad (6).

El pacto económico mundial
Entre los numerosos instrumentos elaborados por la ONU respecto de la globalización, merece ser mencionado aquí el «Pacto mundial». En su discurso de apertura al Forum del Milenio, el Sr. Kofi Annan retomó la invitación que dirigiera en 1999 al Forum económico de Davos. Proponía «la adhesión a ciertos valores esenciales en los ámbitos de las normas de trabajo, de los derechos humanos y del medio ambiente». El Secretario General garantizaba que de esa manera se reducirían los efectos negativos de la globalización. Más precisamente, según Annan, para superar el abismo entre el Norte y el Sur, la ONU debería hacer un amplio llamado al sector privado. Se procuraba obtener la adhesión a ese pacto de un gran número de actores económicos y sociales: compañías, hombres de negocios, sindicatos, Organizaciones de la sociedad civil.

Dicho «Global Compact», o «Pacto mundial», sería una necesidad para regular los mercados mundiales, para ampliar el acceso a las tecnologías vitales, para distribuir la información y el saber, para divulgar los cuidados básicos en materia de salud, etc. Dicho pacto ya recibió numerosos apoyos, entre otros, de la Shell, de Ted Turner, propietario de la CNN, de Bill Gates e incluso de numerosos sindicatos internacionales.

El «Pacto mundial» suscita, es obvio, grandes interrogantes. ¿Será que podremos contar con las grandes compañías mundiales para resolver los problemas que ellas hubieran podido contribuir a resolver hace mucho tiempo si lo hubiesen deseado? ¿La multiplicación de los intercambios económicos internacionales justifica la instauración progresiva de una autoridad centralizada, llamada a regir la actividad económica mundial? ¿De qué libertad gozarán las organizaciones sindicales si las legislaciones laborales, incorporadas al derecho internacional, deben someterse a los «imperativos» económicos «globales»? ¿Qué poder de intervención tendrán los gobiernos de los Estados soberanos para actuar en nombre de la justicia, en las cuestiones económicas, monetarias y sociales? Aún más grave: a la luz de la precariedad financiera de la ONU, ¿no se corre el riesgo de que dicha organización sea víctima de una tentativa de compra por parte de un consorcio de grandes compañías mundiales?

Un proyecto político servido por el derecho
Sin embargo, es en el plano político y jurídico que el proyecto onusiano de la globalización se hace más inquietante. En la medida en que la ONU, influenciada por la New Age, desarrolla una visión materialista, estrictamente evolucionista del hombre, desactiva la concepción realista que está subyacente en la «Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948». Según esta visión materialista, el hombre, pura materia, es definitivamente incapaz de descubrir la verdad sobre sí mismo o sobre el sentido de su vida. De esta forma es reducido al agnosticismo de principio, al escepticismo y al relativismo moral. Los ¿por qué? no tienen sentido alguno; sólo importan los ¿cómo?

La «Declaración» de 1948 presentaba la prodigiosa originalidad de fundar las nuevas relaciones internacionales en la extensión universal de los derechos humanos. Tal debería ser el fundamento de la paz y del desarrollo. Tal debería ser la base legitimando la existencia y justificando la misión de la ONU. El orden mundial debería ser edificado sobre verdades fundadoras, reconocidas por todos, protegidas y promovidas progresivamente a través de la legislación de todos los Estados.

La ONU hoy desactivó esas referencias fundadoras. Hoy los derechos humanos no están más fundados en una verdad que se impone a todos y es por todos libremente reconocida: la igual dignidad de todos los hombres. De aquí en adelante los derechos humanos son el resultado de procedimientos consensuales. Se argumenta que no somos capaces de alcanzar la verdad respecto de la persona, y que inclusive dicha verdad no es accesible o no existe. Debemos entonces entrar en acuerdo, y decidir, por un acto de pura voluntad, cuál es la conducta justa, ya que las necesidades de acción nos apremian. Pero no decidiremos refiriéndonos a valores que se nos imponen por la simple fuerza de su verdad. Vamos a comprometernos en un procedimiento de discusión y, después de escuchar la opinión de cada uno, adoptaremos una decisión. Esta decisión será considerada justa porque es el resultado efectivo del procedimiento consensual. Se reconoce aquí la influencia de John Rawls.

Los «nuevos derechos humanos», según la ONU actual, surgirán a partir de procedimientos consensuales que pueden ser reactivados indefinidamente. No son más la expresión de una verdad inherente a la persona; son la expresión de la voluntad de aquellos que deciden. De aquí en adelante, mediante tal procedimiento, cualquier cosa podrá ser presentada como «nuevo derecho» de la persona: derecho a uniones sexuales diversas, al repudio, a hogares monoparentales, a la eutanasia, mientras se aguarda el infanticidio, ya practicado, la eliminación de deficientes físicos, los programas eugenésicos, etc. Es por dicha razón que en las asambleas internacionales organizadas por la ONU, los funcionarios de esta organización se empeñan en llegar al consenso. De hecho, una vez adquirido, el consenso es invocado para hacer que se adopten convenciones internacionales que adquieren fuerza de ley en los Estados que las ratifican.

Un sistema de derecho internacional positivo
Ese es el núcleo del problema colocado por la globalización según la ONU. A través de sus convenciones o de sus tratados normativos, esta organización está dispuesta a articular un sistema de derecho supra–estatal, puramente positivo, que lleva una fuerte influencia de Kelsen (7). El objeto del derecho no es más la justicia sino la ley. Una tendencia fundamental se observa cada vez más: las normas de los derechos estatales no son válidas si no son validadas por el derecho supra-estatal. Como Kelsen anticipara en su célebre Teoría pura, el poder de la ONU se concentra de manera piramidal. Todos, individuos o Estados deben obedecer la norma fundamental surgida de la voluntad de aquellos que definen el derecho internacional. Dicho derecho internacional puramente positivo, libre de toda referencia a la declaración de 1948, es el instrumento utilizado por la ONU para imponer al mundo la visión de la globalización que debería permitirle colocarse como superestado.

Un tribunal pen
al internacional

Al controlar el derecho –colocándose, de manera definitiva, como la única fuente del derecho y pudiendo a todo momento verificar si ese derecho es respetado por las instancias ejecutivas–, la ONU entroniza un sistema de pensamiento único. Se constituye entonces un tribunal tallado para su sed de poder. De esta manera, crímenes contra los «nuevos derechos» del hombre podrían ser juzgados por la Corte Penal Internacional, fundada en Roma en 1998. Por ejemplo, en el caso en que el aborto no fuera legalizado en un determinado Estado, este último podría ser excluido de la «sociedad global»; en el caso en que un grupo religioso se opusiese a la homosexualidad, o a la eutanasia, dicho grupo podría ser condenado por la Corte Penal Internacional por atentar contra los «nuevos derechos humanos».

La «gobernancia» global
Estamos, por lo tanto, frente a un proyecto gigantesco, que ambiciona realizar la utopía de Kelsen, con el objeto de «legitimar» y montar un gobierno mundial único, en el cual las agencias de la ONU podrían transformarse en ministerios. Es urgente –nos aseguran– crear un nuevo orden mundial, político y legal, y es preciso apurarse para encontrar los fondos para ejecutar el proyecto.

Dicha gobernancia mundial ya fue desarrollada en el informe del PNUD de 1994. El texto, escrito ha pedido del PNUD por Jean Tinbergen, premio Nobel de economía (1969), evidencia ser un documento encomendado por y para la ONU. Citamos a continuación algunos extractos.8
Los problemas de la humanidad ya no pueden ser más resueltos por los gobiernos nacionales. De lo que necesitamos es de un gobierno mundial.

La mejor manera de conseguirlo es reforzar el sistema de las Naciones Unidas. En ciertos casos eso significaría la necesidad de cambiar el papel de las agencias de las Naciones Unidas, que de consultivas pasarían a ser ejecutivas. Así, por ejemplo, la FAO se transformaría en el Ministerio Mundial de la Agricultura; UNIDO se tornaría en el Ministerio Mundial de la Industria, e ILO en el Ministerio Mundial de Asuntos Sociales.

En otros casos, serían necesarias instituciones completamente nuevas. Estas podrían incluir, por ejemplo una Policía Mundial permanente que podría citar naciones a comparecer delante de la Corte Internacional de Justicia, o delante de otras Cortes especialmente creadas. Si dichas naciones no respetan las decisiones de la Corte, sería posible aplicar sanciones, tanto militares como no militares.

Sin duda, cuando cumplen bien su papel, los Estados protegen a sus ciudadanos, se esfuerzan en hacer respetar los derechos del hombre y utilizan para ese fin los recursos apropiados.
Actualmente, en los ambientes de la ONU, la destrucción de las naciones aparece como indispensable para alcanzar el objetivo de extinguir definitivamente la concepción antropocéntrica de los derechos humanos. Eliminando ese cuerpo intermediario que es el Estado nacional, además de debilitar la sociedad civil, se eliminaría la subsidiaridad pues sería constituido un Estado centralizado. El camino estaría abierto para la llegada de los tecnócratas globalizantes y otros aspirantes a la «gobernancia» mundial.

Reafirmar el principio de subsidiaridad
En efecto, el derecho internacional positivo es el instrumento utilizado por la ONU para organizar la sociedad mundial global. Bajo el disfraz de la globalización, la ONU organiza en su beneficio la «gobernancia» mundial. Bajo el disfraz de «responsabilidad compartida», ella invita a los Estados a limitar su justa soberanía. La ONU globaliza presentándose cada vez más como un superestado mundial. Tiende a gobernar todas las dimensiones de la vida, del pensamiento y de las actividades humanas, ejerciendo un control cada vez más centralizado de la información, del conocimiento y de las técnicas; de la alimentación, de la salud y de las poblaciones; de los recursos del suelo y del subsuelo; del comercio mundial y de las organizaciones sindicales; en fin y sobre todo de la política y del derecho. Exaltando el culto neopagano a la Madre–Tierra, priva al hombre del lugar central que le reconocen las grandes tradiciones filosóficas, jurídicas, políticas y religiosas.

Delante de esta globalización construida sobre cimientos de arena, es preciso reafirmar la necesidad y la urgencia de fundar la sociedad internacional en el reconocimiento de la igual dignidad de todas las personas. El sistema jurídico que predomina en la ONU torna dicho reconocimiento estrictamente imposible, pues hace que el derecho y los derechos del hombre surjan de determinaciones voluntarias. Es preciso, por lo tanto, reafirmar la primacía del principio de subsidiaridad tal como debe ser correctamente comprendido. Esto significa que las organizaciones internacionales no pueden expoliar a los Estados, ni a los cuerpos intermedios ni en particular a la familia, de sus competencias naturales y de sus derechos, sino que, al contrario, deben ayudar a ejercerlos.

La Iglesia no puede dejar de oponerse a dicha globalización, que implica una concentración de poder que exhala totalitarismo. Delante de una «globalización» imposible, que la ONU se esmera en imponer alegando un «consenso» siempre precario, la Iglesia debe aparecer, semejante a Cristo, como señal de división (9) No puede endosar ni una «unidad» ni una «universalidad» que estuvieran encima de las voluntades subjetivas de los individuos o impuestas por alguna instancia pública o privada. Frente al surgimiento de un nuevo Leviatán, no podemos permanecer callados ni inactivos ni indiferentes.

Notas:
(1) Para una discusión más amplia de los temas abordados en esta comunicación, referirse a nuestro libro La face cachée de l’ONU, Paris, Editions Le Sarment/Fayard, 2000.
(2) Ver a ese propósito, HARDT Michael y NEGRI Antonio, Empire, Cambridge, Massachussets, Harvard University Press, 2000.
(3) BRZEZINSKI Zbigniev, Between two ages. America‘s Role in the Technetronic Era, Harmondswot, Penguin Book Ltd., 1970.
(4) Cfr. North–South: A Programme for Survival, Londres, Pan Books World Affairs, 1980, especialmente el capítulo 16, págs. 257–266.
(5) Entre los primeros teóricos modernos de esa concepción, podemos mencionar Francisco de Vitoria (con su interpretación de la destinación universal de los bienes) y Hugo Grotius (con su doctrina de la libertad de navegación).
(6) Fue en esa ocasión que la Congregación para la Doctrina de la Fe publicó su declaración Dominus Iesus.
(7) Cfr. KELSEN Hans, Théorie pure du droit, traducción para el francés de Charles Eisennman, Paris, LGDJ, 1999.
(8) Dicho texto se encuentra en Human Development Report 1994, publicado por el PNUD, New York Oxford, 1991, la cita está en la pág. 88.
(9) Cfr. Lc 2, 33s; 12, 51–53; 21, 12–19; Mt 10, 34–36; 23; 31s; Jn 1, 6; 1 Jn 3, 22–4, 6.

*Michel Schooyans, sacerdote, es profesor emérito de la Universidad de Lovaina, miembro de la Academia Pontificia de Ciencias Sociales, consultor del Pontificio Consejo Justicia y Paz y del Pontificio Consejo para la Familia.

Traducción: Doctora Beatriz de Gobbi. Publicado por el Instituto Mexicano de Doctrina Social Cristiana [http://www.imdosoc.org.mx]

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ZENIT Staff

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