SAN DIEGO (California), 4 octubre 2003 (ZENIT.org).- El 6 de agosto pasado se cumplía el décimo aniversario de la encíclica de Juan Pablo II sobre temas de teología moral, «Veritatis Splendor». En la introducción el Papa observaba: «Ningún hombre puede eludir las preguntas fundamentales: ¿qué debo hacer?, ¿cómo puedo discernir el bien del mal?».

Era una encíclica oportuna, dada la preocupante tendencia en curso de redefinir los comportamientos dañinos y de romper los límites morales tradicionales. Y la tendencia ha continuado sin pausa, si el libro del 2002 de Anne Hendershott «The Politics of Deviance» (Las Políticas de Desviación) sirve de prueba.

En su libro, la profesora de sociología en la Universidad de San Diego defiende: «El rechazo de los sociólogos a reconocer que hay que hacer juicios morales cuando se discute un tema como la desviación demuestra qué lejos está esta disciplina de sus orígenes».

Hendershott explica que, hasta tiempos recientes, los sociólogos estaban preocupados sobre las cuestiones de orden social y el bien común. Hasta los años 60 esto implicaba mantener que la estabilidad social se fundaba en el orden moral. «Unido a este concepto de orden moral está el concepto compartido de desviación, y la voluntad de identificar los límites de un comportamiento apropiado», observa.

La desviación como concepto ayuda a definir el marco dentro del cual un grupo puede desarrollar el sentido de su propia identidad cultural y orden social. No es un proceso rígido, añade el libro. De hecho, los desafíos a las normas existentes pueden ser positivos, como cuando la gente se levantó contra el racismo socialmente aceptado.

Ahora, sin embargo, se está redefiniendo la desviación. Hace 20 años, observa Hendershott, los cursos sobre desviación empezaron a suprimirse de los programas académicos de muchas facultades de sociología, y la mayoría de los actuales libros de texto de sociología rechazan la idea de definir cualquier comportamiento como desviado.

La cultura del victimismo
Los cambios en el ambiente académico tienen a su vez influencia en los puntos de vista populares y de los medios. Un ejemplo es cómo se juzga la drogadicción. Ahora es común considerar la adicción como «una condición en la que los consumidores de sustancias están afectados por una enfermedad que han adquirido, aunque no por su culpa», comenta Hendershott.

Los medios, a través de películas, documentales y programas, repiten que la drogadicción es una enfermedad o alergia, o que tomar drogas es una respuesta a cómo el cerebro de una persona responde a la implicación química. Con frecuencia se ignora en este tipo de análisis la responsabilidad de la persona al haber decidido comenzar a tomar drogas.

El siguiente paso, continúa Hendershott, es que los adictos comienzan a reclamar que el consumo de drogas es un derecho humano y que el gobierno tiene la responsabilidad de hacer que sea más seguro para un adicto. De ahí la decisión en algunos países de proporcionar salas de consumo --las narcosalas-- con agujas limpias y de renunciar a cualquier intento de alejar a los adictos de sus hábitos.

Volviéndonos al tema de la pedofilia, Hendershott comenta que, al mismo tiempo que los sacerdotes católicos estaban siendo vilipendiados por sus abusos, algunos grupos académicos se ocupaban afanosamente en promover lo que denominaban «intimidad intergeneracional». Una colección de ensayos de 1991, «Male Intergenerational Intimacy: Historical, Socio-Psychological and Legal Perspectives» (Intimidad Masculina Intergeneracional: Perspectivas Históricas, Socio-Psicológicas y Legales), fue escrita por un conjunto de eruditos, muchos en importantes puestos de enseñanza. En obras como ésta, los pedófilos ya no son vistos como extravagantes, sino como «quienes cruzan la frontera». Muchos de los ensayos buscan normalizar prácticas sexuales de menores al proponer una terminología neutral que busca eliminar «el mal juicio contra la pedofilia».

En 1994 la asociación psiquiatra norteamericana revisó su «Diagnostic and Statistical Manual» (Manual de Diagnosis y Estadística), con lo que la pedofilia y molestar a los niños no es ya necesariamente en sí misma un indicio de desorden psicológico. Para calificar este comportamiento como desordenado los acosadores deben sentirse «ansiosos» por sus actos o «deteriorar» su trabajo o relaciones sociales. Posteriormente en 1998, un estudio publicado por la asociación psicológica norteamericana defendía que el abuso sexual de niños no causa desórdenes emocionales o problemas psicológicos inusuales cuando llegan a ser adultos.

Las relaciones heterosexuales entre adolescentes también han sido redefinidas. El libro cita ejemplos donde la promiscuidad sexual entre adolescentes es ahora vista como algo perfectamente normal. Según este punto de vista, el problema real está en los programas que promueven la abstinencia. Quienes proponen la promiscuidad alegan que tales programas contribuyen a un comportamiento desviado, a intolerancia y a una peligrosa falta de utilización de anticonceptivos.

Otra área de comportamiento que se apunta ahora como objetivo a cambiar es el suicidio. Quitarse uno la vida, explica Hendershott, ha sido visto tradicionalmente como un comportamiento desviado porque devalúa la vida humana. Pero quienes promueven la eutanasia están tratando de cambiar las opiniones al presentar el suicidio como un tema de «elección» y hablar del «derecho a morir».

Y, a nivel académico, es cada vez más común hablar de dos tipos de suicidio: aquellos que es necesario prevenir, y los suicidios «racionales» que deberían respetarse e incluso ayudarse. En el momento en que fue escrito el libro, había cerca de 100.000 páginas webs en Internet dedicadas al tema del suicidio.

Cambiando el lenguaje
Redefinir el lenguaje que se refiere al comportamiento humano forma parte de una campaña mayor para cambiar la percepción, concluye Hendershott. En el debate del suicidio, cambiar los términos de «perturbado» o «loco» por «dignidad» o «autonomía» es una medida importante. Hendershott hace notar que estamos en una época de expertos cuyos puntos de vista se promueven como más fiables que aquellos de la moralidad tradicional y de las iglesias. Junto a esto está la influencia de los relativistas culturales que piden el rechazo de conceptos como el bien y el mal.

Pero, advierte Hendershott, una sociedad que «rechaza reconocer y sancionar negativamente actos desviados que nuestro sentido común nos dice que son destructivos, es una sociedad que ha perdido la capacidad de enfrentarse al mal que tiene la capacidad de deshumanizarnos a todos nosotros».

Sus palabras se hacen eco de aquellas de Juan Pablo II en la «Veritatis Splendor»: «Reconociendo y enseñando la existencia del mal intrínseco en determinados actos humanos, la Iglesia permanece fiel a la verdad integral sobre el hombre y, por ello, lo respeta y promueve en su dignidad y vocación» (No. 83).

Esta misión es esencial en la sociedad de hoy, que con frecuencia repite la pregunta de Pilato: «¿Qué es la verdad?». El Papa observaba que hoy se pasa por alto con frecuencia el lazo de unión entre la verdad, el bien y la libertad. Con mucha frecuencia la verdad no se acepta, « y se confía sólo a la libertad, desarraigada de toda objetividad, la tarea de decidir autónomamente lo que es bueno y lo que es malo» (No. 84).

La «Veritatis Splendor» también trata de una objeción común a las normas morales, a saber, que defender preceptos objetivos es con frecuencia visto como intolerante o que no se tiene en cuenta la complejidad de una situación particular de un individuo. Sin embargo, explica Juan Pablo II, mantener la verdad no significa que la Iglesia carezca de compasión. La Iglesia es tanto una madre como una maestra, y encubrir o debilitar la verdad moral no está de acuerdo con un genuino entendimiento de la compasión.

La encíclica precisa: «La presentación límpida y vigorosa de la verdad moral no puede prescindir nunca de un respeto profundo y sincero —animado por el amor paciente y confiado—, del que el hombre necesita siempre en su camino moral, frecuentemente trabajoso debido a dificultades, debilidades y situaciones dolorosas» (No. 95).

Poner límites a lo que es un comportamiento aceptable y mantener la fuerza de las normas morales negativas que prohíben el mal, continúa la encíclica, es un valioso servicio. «Proteger la inviolable dignidad personal de cada hombre, ayuda a la conservación misma del tejido social humano y a su desarrollo recto y fecundo» (No. 97). El Papa pide que la vida personal, social y política «se base en la verdad y que a través de ella se abra a la auténtica libertad» (No. 101).

La esperanza de Hendershott consiste en que este mensaje no se halla perdido entre los sociólogos.