Homilía del Papa en su vigesimoquinto aniversario de pontificado

Renueva a Dios el don de sí mismo, «del presente y del futuro»

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CIUDAD DEL VATICANO, 20 octubre 2003 (ZENIT.org).- Publicamos la homilía que pronunció Juan Pablo II en la celebración eucarística de acción de gracias por su vigesimoquinto aniversario de pontificado el 16 de octubre.

En algunos pasajes el Papa fue asistido en la lectura por el arzobispo Leonardo Sandri, sustituto para los Asuntos Generales de la Secretaría de Estado del Vaticano.

* * *

1. «»Misericordias Domini in aeternum cantabo» – Cantaré eternamente las misericordias del Señor…» (Cf. Salmo 88, 2). Hace veinticinco años experimenté de manera particular la misericordia divina. En el Cónclave, a través del Colegio cardenalicio, Cristo también me dijo, como en una ocasión a Pedro en el Lago de Genesaret: «Apacienta mis corderos» (Juan 21, 16).

Sentía en mi espíritu el eco de la pregunta dirigida entonces a Pedro: «¿Me amas más que éstos?» (Cf. Juan 21, 15-16). ¿Cómo podía no temblar, humanamente hablando ¿Cómo no podía pesarme una responsabilidad tan grande?. Tuve que recurrir a la divina misericordia para que ante la pregunta: «¿Aceptas?», pudiera responder con confianza: «En la obediencia de la fe, ante Cristo mi Señor, encomendándome a la Madre de Cristo y de la Iglesia, consciente de las grandes dificultades, acepto».

Hoy, queridos hermanos y hermanas, me es grato compartir con vosotros una experiencia que dura ya desde hace un cuarto de siglo. Cada día revivo en mi corazón el mismo diálogo entre Jesús y Pedro. En mi espíritu, contemplo la mirada benévola de Cristo resucitado. Él, a pesar de que es consciente de mi fragilidad humana, me alienta a responder con confianza como Pedro: «Señor, tú lo sabes todo; tú sabes que te quiero» (Juan 21, 17). Y después me invita a asumir las responsabilidades que él mismo me ha confiado.

2. «El buen pastor da su vida por las ovejas» (Juan 10, 11). Mientras Jesús pronunciaba estas palabras, los apóstoles no sabían que hablaba de sí mismo. No lo sabía ni siquiera Juan, el apóstol predilecto. Lo comprendió en el Calvario, a los pies de la Cruz, al verle ofrecer silenciosamente la vida por «sus ovejas».

Cuando llegó para él y para los demás apóstoles el momento de asumir esta misión, entonces se acordaron de sus palabras. Se dieron cuenta de que sólo por el hecho de haberles asegurado que Él mismo actuaría a través de ellos, serían capaces de cumplir la misión.

De esto fue particularmente consciente Pedro, «testigo de los sufrimientos de Cristo» (1 Pedro 5, 1), que exhortaba a los ancianos de la Iglesia: «apacentad la grey de Dios que os está encomendada» (1 Pedro 5, 2).

A través de los siglos, los sucesores de los apóstoles, guiados por el Espíritu Santo, han seguido reuniendo la grey de Cristo y guiándola hacia el Reino de los cielos, conscientes de poder asumir esta responsabilidad tan grande sólo «por Cristo, con Cristo y en Cristo».

Esta misma conciencia la tuve cuando el Señor me llamó a desempeñar la misión de Pedro en esta amada ciudad de Roma y al servicio de todo el mundo. Desde el inicio del pontificado, mis pensamientos, mis oraciones y mis acciones han sido animadas por un único deseo: testimoniar que Cristo, el Buen Pastor, está presente y actúa en su Iglesia. Él está en continua búsqueda de cada oveja perdida, la vuelve a llevar al aprisco, cura sus heridas, atiende a la oveja débil y enferma y protege a la fuerte. Por este motivo, desde el primer día, no he dejado nunca de exhortar: «¡No tengáis miedo de acoger a Cristo y de aceptar su potestad!». Repito hoy con fuerza: «¡Abrid, abrid de par en par las puertas a Cristo!». ¡Dejaos guiar por Él! ¡Confiad en su amor!.

3. Al iniciar mi pontificado, pedí: «Ayudad al Papa y a cuantos quieren servir a Cristo y, con la potestad de Cristo, servir al hombre y a toda la humanidad»». Mientras doy gracias junto a vosotros a Dios por estos veinticinco años, marcados totalmente por su misericordia, siento una necesidad particular de expresar mi gratitud también a vosotros, hermanos y hermanas de Roma y del mundo entero, que habéis respondido y seguís respondiendo de diferentes maneras a mi petición de ayuda. Sólo Dios sabe cuántos sacrificios, oraciones y sufrimientos se han ofrecido para sostenerme en mi servicio a la Iglesia. Cuánta benevolencia y atención, cuántos signos de comunión me han rodeado cada día. ¡Que el buen Dios os recompense a todos con generosidad! Os lo pido, queridos hermanos y hermanas, no interrumpáis esta gran obra de amor por el sucesor de Pedro. Os lo pido una vez más: ¡ayudad al Papa y a cuantos quieren servir a Cristo a servir al hombre y a toda la humanidad!

4. A ti, Señor Jesucristo,
único Pastor de la Iglesia,
ofrezco los frutos de estos veinticinco años de ministerio
al servicio del pueblo que me has confiado.
Perdona el mal realizado y multiplica el bien:
todo es obra tuya y a ti sólo se debe la gloria.
Con plena confianza en tu misericordia,
te presento hoy una vez más a quienes confiaste hace años
a mi atención pastoral.
Consérvalos en el amor, reúnelos en tu grey,
carga en tus espaldas a los débiles,
cura a los heridos, cuida a los fuertes.
Sé su Pastor, para que no se pierdan.
Protege la querida Iglesia que está en Roma
y a las Iglesias de todo el mundo.
Asiste con la luz y la potencia de tu Espíritu
a quienes has puesto al mando de tu grey:
que cumplan con empuje su misión de guías,
maestros, santificadores,
en la espera de tu retorno glorioso.
Te renuevo, por intercesión de María, Madre amada,
el don de mí mismo, del presente y del futuro:
que todo se cumpla según tu voluntad,
Pastor supremo, quédate entre nosotros,
para que podamos avanzar contigo seguros
hacia la casa del Padre [hacia la casa del Padre, repitió].
Amén.

[Traducción del original italiano realizada por Zenit]

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ZENIT Staff

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