BUDAPEST, miércoles, 5 octubre 2005 (ZENIT.org).- Publicamos la segunda parte de la entrevista en la que el recién elegido presidente de la Conferencia Episcopal de Hungría (Cf. Zenit, 8 septiembre 2005) –el cardenal Péter Erdő, arzobispo de Esztergom-Budapest y primado de Hungría— traza la realidad y los desafíos de su país.
Hungría pasó a formar parte de la Unión Europea en mayo de 2004. El 63% de los más de diez millones de habitantes del territorio húngaro pertenecen a la Iglesia católica, que resurge dieciséis años después de la caída del comunismo.
La primera parte de la entrevista al purpurado más joven de la Iglesia católica se puede leer en Zenit, 4 octubre 2005 .
–En un contexto europeo de desbordante secularización, en el que parece cada vez más difícil la posibilidad de elecciones «responsables y duraderas», el camino vocacional está lleno de obstáculos, pero ciertamente no menos fructífero y rico también gracias a la presencia viva de nuevos carismas y comunidades eclesiales. ¿Cuáles es la situación en Hungría en este momento histórico?
–Cardenal Erdő: Ciertamente también Hungría es un país donde faltan las vocaciones. Tal vez esta carencia no es tan dramática como en algunos países occidentales, pero es bastante fuerte sobre todo porque en los últimos 50 años las vocaciones religiosas no eran aceptadas, no estaba permitido vivir la vida religiosa.
Por este motivo faltan generaciones enteras de sacerdotes y religiosos; aunque la proporción de seminaristas sea más elevada que en los países de habla alemana, la proporción entre fieles y sacerdotes es peor. Por ejemplo, en nuestra archidiócesis por cada sacerdote tenemos seis mil fieles, que es mucho peor que la media europea. Los seminarios en estos últimos años tienen una cierta estabilidad por lo que respecta al número de alumnos. Se ha buscado, últimamente, reformar un poco el sistema de la educación para reforzar la vocación de aquellos jóvenes titubeantes que entran en el seminario sin haber tomado una decisión definitiva. En este punto debería decir que se trata sobre todo del problema de la base antropológica de esta elección.
–El relativismo condiciona cada aspecto de la vida personal, social y cultural. Las consecuencias negativas son claramente visibles, de modo especial en la disgregación de la «familia», la cual, según el Catecismo de la Iglesia Católica, es «Iglesia doméstica», célula primera de la sociedad. Según su experiencia pastoral y jurídica, ¿cómo puede la Iglesia contener tal tendencia?
–Cardenal Erdő: Nuestra humilde experiencia, que proviene del «profundo comunismo» de los años ’50 y ’60, demuestra que –si bien las grandes soluciones institucionales en algunos momentos pueden parecer espectaculares y resolutivas– la verdadera fuerza se encuentra en las comunidades mucho más modestas como la comunidad parroquial, la comunidad de varias familias con prole numerosa que se ayudan recíprocamente. Esta ayuda existencial es ciertamente también económica, pero sobre todo personal y directa, como en el caso de la asistencia personal a las jóvenes madres que tienen niños pequeños y no consiguen salir ni siquiera del apartamento en el que viven. Esta «ayuda directa» es verdaderamente preciosa. También la Iglesia –a pesar de las dificultades y la complicada organización debido a tantas necesidades de la sociedad– ha comprendido perfectamente que este tipo de «relaciones directas» es más fuerte porque va más allá de las circunstancias públicas de un Estado y de una sociedad, que cambian frecuentemente. Estos modelos se transmiten psicológicamente también a las generaciones futuras.
Puedo contar mi experiencia personal. Mis padres tenían una gran familia. A inicio de los años ’50 éramos seis hermanos en casa, y a nuestro alrededor teníamos familias amigas: una decena de familias como la nuestra en las que todos eran católicos creyentes, y nos ayudábamos recíprocamente. Con mucha frecuencia los hijos de estas familias han tenido a su vez grandes familias con prole numerosa y de alguna familia he podido saludar con alegría a los nietos en nuestro seminario.
–Hungría se caracteriza por una presencia histórica pluriconfesional, tanto como para poder estar considerada como un caleidoscopio de la nueva Europa. ¿Qué resultados ha producido esta experiencia secular en la convivencia y en el diálogo ecuménico e interreligioso?
–Cardenal Erdő: Ante todo, Hungría es un país pequeño, abiertísimo a todas las influencias procedentes del extranjero. El país está muy expuesto al juego de los poderes del mundo y del continente; así que no nos hagamos ilusiones de poder dar pasos decisivos, para todo el mundo, ni siquiera en este campo. Nuestra experiencia es por lo tanto una experiencia limitada a nuestras circunstancias, que sin embargo pueden expresar también valores generalmente importantes. La tolerancia y sobre todo la empatía hacia las otras confesiones es algo de notable valor. En el centro de todo debe estar «la reconciliación histórica», porque el pasado nos ha dejado profundas heridas. De ello se debe hablar sin rencor ni prejuicios buscando contar de nuevo nuestra historia común en un modo «reconciliado», autocrítico pero siempre verídico y fiel a la verdad histórica, a fin de que se pueda hallar una base para un discurso común en una colaboración provechosa en la sociedad actual. Ciertamente Hungría es un lugar que se presta mucho al diálogo tanto con los protestantes como con los ortodoxos, aún siendo menos numerosos, y asimismo con el judaísmo.
–Según el principio de subsidiariedad, muchas veces recalcado en la doctrina social de la Iglesia, las instituciones centrales y cuerpos intermedios deben colaborar activamente teniendo como fin último el bien común. ¿Cuáles son, al respecto, las relaciones actuales entre Estado e Iglesia en Hungría?
–Cardenal Erdő: En primer lugar, todos los modelos tienen un valor cuando en la sociedad existe al menos una pizca de corrección. Cuando un Estado es un Estado de Derecho entonces naturalmente es necesario observar las leyes. Este modelo es un modelo que ha mostrado sus méritos en el mundo occidental y nosotros estamos luchando por esta legalidad de tipo occidental, por el funcionamiento de esta nueva democracia. De todas formas, en cada país de nuestra región vemos problemas profundos porque hemos tenido que asumir en brevísimo tiempo formas institucionales independientemente de nuestra realidad social. Por lo tanto las formas jurídicas e institucionales no son productos orgánicos de nuestra realidad social, sino que son «regalos» de Occidente que hemos aceptado con alegría porque apreciamos los valores generales que están detrás de estas formas democráticas. Naturalmente es necesario un período más bien largo de sufrimiento para que estas formas puedan reflejar una realidad verdaderamente respetuosa de la persona, de la justicia, etcétera.
Por lo tanto, subsidiariedad sí, pero no sólo una subsidiariedad de meras formas institucionales, sino una «subsidiariedad orgánica» en la realidad de la sociedad –que es un trabajo mucho más largo, como en el caso de los cambios en las relaciones de propiedad. Ciertamente el comunismo había expropiado todos los bienes de la sociedad y, en consecuencia, tras el comunismo nació una nueva clase. ¿Pero de qué manera? Esto no está en absoluto claro para la mayoría de la sociedad, hasta el punto de que hay algunos que llegan a poner en discusión o en duda la legitimidad de cada gran propiedad privada nacida en los últimos años. Así que también esto es un peso moral. Nos debemos esforzar, en este punto, para comprender cómo la soci
edad puede hallar su equilibrio, tanto moral como institucional. Tal vez las instituciones democráticas de Occidente pueden ayudarnos en este desarrollo. Pero aún más necesario es que tengamos la generosidad cristiana y la confianza en la providencia y en la misericordia divina.