El mensaje de San Alberto Hurtado a los jóvenes (II)

Entrevista con el cardenal Jorge Medina Estévez

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CIUDAD DEL VATICANO, domingo, 30 octubre 2005 (ZENIT.org).- La relación de san Alberto Hurtado, canonizado por Benedicto XVI el 23 de octubre, con los jóvenes constituye uno de los pasajes centrales de la segunda parte de esta entrevista concedida por el cardenal Jorge Medina Estévez, antiguo prefecto de la Congregación para el Culto Divino y la Disciplina de los Sacramentos.

–En un discurso dirigido a los jóvenes en el Cerro San Cristóbal, el ano 1938, San Alberto Hurtado los llamaba a ponerse en la siguiente situación: «Si Cristo descendiese al San Cristóbal esta noche caldeada de emoción les repetía mirando la ciudad oscura: ‘Me compadezco de ella’, y volviéndose a ustedes les diría con ternura infinita: ¿‘Quieren colaborar conmigo? ¿Quieren ser mis apóstoles?’. Este es el llamado ardiente que dirige el Maestro a los jóvenes de hoy». Señor cardenal, ¿cuál considera usted que son actualmente las principales necesidades de la juventud y los principales obstáculos para seguir el llamado de Cristo?

–Cardenal Medina: No es fácil responder exhaustivamente a esa pregunta. Yo comenzaría diciendo que la primera necesidad de la juventud es conocer la verdad. La verdad es el origen de la verdadera libertad, y el error es en el fondo una forma de esclavitud. Los jóvenes necesitan que se les diga la verdad y que se les enseñe a buscar la verdad, a amarla y a detestar la mentira y la falsedad en cualquier forma que se presente. La mentira destruye la confianza, disloca la postura y la actitud del hombre frente a los demás y frente a las cosas de este mundo. La mentira es una actitud que hace imposible la convivencia confiada entre personas. Tan grave es la mentira, que Jesús llama al demonio, «padre de la mentira».

Un segundo punto, diría yo, es la mirada sobre los bienes de la tierra. En realidad no somos dueños de nada, somos administradores. El único verdadero dueño es Dios, quien nos concede usufructuar de los bienes de esta tierra, pero encargándonos estos bienes a titulo de administración, o sea teniendo que rendir cuentas a Dios de como hemos utilizado, empleado los bienes que el Señor puso a nuestra disposición. Ahora, el Señor nos entrega bienes, y muchos de esos bienes los podemos ganar también con nuestro esfuerzo, no solamente para que sirvan a nuestro beneficio personal, sino también al de nuestra familia, al del grupo social al cual pertenecemos, a la comunidad social en la que estamos insertos, etc. Una inmensa responsabilidad con respecto al mundo que nos rodea. Eso lo diría San Alberto Hurtado, tal vez con palabras distintas, pero exactamente en la misma línea.

También les diría el a los jóvenes que fueran trabajadores, que no esperaran todo gratis y de regalo. Que fueran esforzados, empeñosos, responsables. Personas capaces de asumir una responsabilidad y llevarla adelante con gran esfuerzo, perseverancia, empeño, para el bien personal y de las personas que nos rodean. El perezoso es un antisocial.

Creo que San Alberto Hurtado hoy, como lo hizo en su época, inculcaría en la juventud un gran amor a la virtud e la pureza. O sea, a una manera de vivir casta, a una forma de considerar la sexualidad no como un objeto simplemente de placer, sino como cumplimiento de una tarea señalada por Dios, que se ejercita en el matrimonio con vistas a la multiplicación de los hijos de Dios, etc. La pureza exige –como lo dijo expresamente San Alberto Hurtado– el pudor. Una manera de hablar, de presentarse, de vestirse, que no provoque las pasiones bajas que, como consecuencia del pecado original, anidan en el corazón del ser humano y de los jóvenes también. Si no hay pureza, no hay amor verdadero. Cuando una persona es considerada como objeto, para apoderarse de ella y usarla para una satisfacción personal, esa actitud no tiene nada que ver con el amor. Amar es darse, no es usar de otra persona en provecho propio. Creo que San Alberto Hurtado hoy día volvería a insistir muchísimo en la pureza, y creo que la pureza y la castidad en la juventud son valores que construyen enormemente en el sentido de la caridad, del servicio, del defendernos del egoísmo que se insinúa en muchísimos aspectos de la vida humana. La pureza del corazón es «condición para ver a Dios», tal como dice una de las Bienaventuranzas, y es condición también de caridad.

– En relación a los jóvenes y al tema de la castidad, escribía San Alberto Hurtado : «El primer elemento de la educación de la castidad será, pues, ofrecer al joven un ambiente de vida profundamente cristiana en el sentido integral de la palabra. Luego es necesario que los padres y educadores se dediquen con toda el alma a fortalecer la voluntad del niño, a entrenarla como se entrena un soldado, pero no por imposiciones externas cuya razón de ser no ve el niño, sino acostumbrándole a obrar el mismo por motivos de generosidad, por un ideal superior, noble, caballeresco, sobrenatural, plenamente comprendido y amado». ¿Considera usted que, en la línea de la acción educativa, Chile sigue los pasos trazados por San Alberto Hurtado en este tema? Quisiera preguntarle, por ejemplo, concretamente por la reciente campaña del Gobierno chileno contra el SIDA.

–Cardenal Medina: No tengo una información completa al respecto, pero los antecedentes que yo tengo me hacen ver que ciertos esfuerzos de educación sexual son bastante cortos de miras, y parecieran no tener otra perspectiva que la de impedir que haya embarazos precoces. La verdadera castidad no está en eso. No he visto en algunos programas de educación sexual ningún énfasis en la formación de la castidad. Virtud que, por lo demás, conocieron los paganos antes de Cristo y hablaron de ella. Últimamente he visto las fotografías de la propaganda para detener el SIDA y realmente los eslóganes que se ponen en muchos de los cuadros que se presentan, no tienen nada que ver con una formación a la castidad. Es simplemente evitar un resultado indeseado, de un uso del sexo en el cual no se insinúa ningún uso correcto y conforme a la naturaleza humana y a la voluntad de Dios. Ahora, para un cristiano hay un argumento poderosísimo: el cuerpo es templo del Espíritu Santo, es miembro de Cristo. El cristiano es un miembro de Cristo, y por lo tanto, mantenerse puro y casto es un respecto a Jesucristo mismo. Y ser no puro o impuro, y no casto o lujurioso, es una ofensa a la dignidad de Cristo. Tiene en la fe cristiana una importancia grande la presencia de la Santísima Virgen María, modelo de pureza virginal, que Dios escogió para que de su seno purísimo –a través de la acción del Espíritu Santo– viniera Dios hecho hombre a nuestra tierra. En los evangelios hay muchos episodios en que Jesús subraya la castidad: a la mujer adultera, la dice «no lo vuelvas a hacer». A la gente de esa época, los llama a descartar el divorcio, con la advertencia de que quien deja al legítimo cónyuge y se une a otra persona comete adulterio. También está la advertencia del apóstol San Pablo de que los que viven en forma contradictoria con la castidad, no verán el Reino de Dios. Y así, tantos ejemplos que demuestran hasta qué punto ésta no es una imposición externa, sino precisamente una necesidad interna del ideal cristiano.

–¿Cuál espera usted sea la principal reforma en el corazón de los chilenos, y del continente americano, por la que San Alberto Hurtado intercediera especialmente ante el Santísimo? ¿Cuál cree usted será la pobreza por la que el abogara desde el Cielo para que encuentre un Hogar en la tierra?

–Cardenal Medina: Creo que lo que más desearía San Alberto Hurtado es que todo cristiano, que desee ser verdaderamente tal, vuelva sus ojos a Jesucristo y haga suya la voluntad de Cristo en todos los aspectos de su vida. Esa, me parece a mí, es la conversión esencial y total que el nuevo santo siempre busco y siempre quiso, y que –por lo demás– es el cristianismo verdadero. Parcializar el cristianismo, acepta
ndo solo aquellas de sus partes que nos resultan gratas y dejando de lado las que parecieran no serlo, es en el fondo falsificar el cristianismo, y San Alberto Hurtado nunca habría aceptado un cristianismo falsificado.

[Por María Isabel Irarrazaval Prieto, redactora de Humanitas]

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ZENIT Staff

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