El laicismo y la libertad religiosa en México: raíces históricas

Emilio Martínez Albesa, profesor de Historia de la Iglesia en el Ateneo Pontificio «Regina Apostolorum» de Roma

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ROMA, miércoles, 12 octubre 2005 (ZENIT.org).- Del 27 al 30 de septiembre, se celebró en Roma el XII Congreso de la Federación Internacional de Estudios sobre América Latina y el Caribe. Varios cientos de expertos en temas americanos venidos de todo el mundo analizaron el tema de «América Latina y el proceso de modernización».

Zenit ha entrevistado al doctor Emilio Martínez Albesa, profesor de Historia de la Iglesia en el Ateneo Pontificio Regina Apostolorum de Roma, quien presentó una ponencia titulada «México: del reino cristiano regalista al Estado laico liberal».

–¿Por qué hablar hoy del conflicto entre los obispos y los liberales en el México del siglo XIX? ¿No es algo ya bien conocido?

–Emilio Martínez: En los libros de historia de México, suele presentarse a la Iglesia del siglo XIX como dirigida por una serie de poderosos obispos apegados a unos privilegios trasnochados, ya por ambición, ya por falta de clarividencia. Sin embargo, esta es una imagen caricaturesca, que deforma irresponsablemente la verdad histórica.

Entre los obispos mexicanos del XIX, encontramos hombres religiosos, llenos de caridad, amantes de su patria y también notablemente inteligentes, como Juan Cayetano Gómez de Portugal, Francisco Pablo Vázquez o Clemente de Jesús Munguía.

Hoy es importante purificar la memoria histórica para poder edificar un futuro libre y responsable, en el cual las relaciones Iglesia-Estado se funden sobre el respeto a la libertad religiosa de las personas.

–Entonces, ¿por qué estos obispos chocaron con los políticos liberales?, ¿qué pretendían?

–Emilio Martínez: Las posiciones de los obispos e intelectuales católicos de México en los primeros decenios de vida independiente del país, lejos de perseguir el disfrute de unos privilegios eclesiásticos –por cierto, ya bien poco gozados en el final de la dominación española–, responden a la búsqueda continua de una modalidad de inserción de la Iglesia en la nación que garantice a los mexicanos el derecho de informar con su fe católica su vida social en las variantes condiciones que imponen los sucesivos cambios políticos. Siempre y cuando este derecho de libertad religiosa quedase garantizado, no se cerraban a la posibilidad de acuerdos en otros aspectos.

En realidad, por su parte, los liberales laicistas de mediados del siglo XIX podían transigir con casi todas las expresiones de la vida católica; pero no con la pretensión de que la común fe católica de los ciudadanos llegase a ser elemento constitutivo de la vida pública de la nación.

Éste fue el núcleo principal de la oposición entre unos y otros: la dimensión pública de la fe.

–¿Cómo era el Estado laico que querían los liberales?

–Emilio Martínez: No se trataba de un Estado neutral en cuestiones religiosas. Ellos aspiraban a relegar a la Iglesia fuera de la vida pública mediante la fuerza de un Estado que no reconoce hacia la religión otro deber que el de contenerla en los límites de lo considerado por el gobierno civil como puramente espiritual.

Desde la década de 1830, un cierto número de liberales constatan la inadecuación entre el Estado liberal ideal y la sociedad mexicana real, y optan por orientar concertadamente su acción política hacia la transformación social, dando origen al liberalismo reformista. Así, José María Luis Mora planteará la transformación mediante la destrucción de los cuerpos del Antiguo Régimen por medio de un poder ejecutivo fuerte. Querrá hacer posible un anticlericalismo católico, sometiendo al clero a la prueba del utilitarismo social y propondrá separar a la Iglesia de la vida social y someterla al control del Estado. Por su parte, Lorenzo de Zavala se ocupará en desprestigiar al clero, al Papado y al catolicismo, y propondrá modificar la sociedad por medio de una inmigración de pueblos anglosajones y germanos protestantes. La legislación reformista de Valentín Gómez Farías intentará excluir al clero de la instrucción pública, incautar bienes eclesiásticos, debilitar la vida consagrada religiosa y proveer los curatos por parte de la autoridad civil.

Para 1848, las posiciones ideológicas que darán contenido a la Guerra de Reforma están ya tomadas. El decenio sucesivo vive una toma de posiciones políticas, que, partiendo de la promesa y ocaso de los moderantismos, condujo al ascenso de los radicalismos. En 1858, estallará la guerra. La bandera discutida era la constitución de 1857, en la que por vez primera no se menciona a la religión católica como religión ni del Estado ni de la nación. La constitución disgustó a los católicos y no satisfizo a los liberales puros o reformistas. La guerra brindará la ocasión al liberalismo radical de obtener lo que no alcanzó en el texto constitucional. Así, con las leyes de la Reforma juarista (1859-1860), se llega a la separación hostil entre la Iglesia y el Estado; separación que niega la personalidad jurídica de la Iglesia y pone múltiples limitaciones a la libertad religiosa de los católicos.

Cuando Maximiliano de Habsburgo tome el poder en 1864, decepcionará las expectativas de los conservadores y las peticiones de los obispos en orden a la reconstrucción de un Estado católico en México. El marco político-jurídico creado por las leyes de Reforma quedará en pie y el triunfo de Juárez sobre Maximiliano en 1867 lo consolidará.

De hecho, la absorción de la sociedad por el Estado, propia del liberalismo reformista, venía a contradecir la neutralidad religiosa de un supuesto Estado laico. El Estado laico debería, en principio, no coaccionar a nadie en el campo religioso, sino respetar la conciencia de cada individuo; pero, puesto que este mismo Estado se ha identificado con la sociedad, a la que ha absorbido, termina promoviendo de hecho una sociedad también laica. La secularización del Estado liberal mexicano se convierte en medio para la secularización de la sociedad y, dado que ésta no es (en la lógica liberal) sino una suma de individuos, impulsará, de hecho, la secularización del individuo, al menos, en todo lo que ve a su vida exterior. El Estado laico liberal será entonces un Estado laicista.

–¿En qué se distinguen un Estado laico y un Estado laicista?

–Emilio Martínez: La laicidad es una dimensión propia del Estado. Consiste en su carácter profano, es decir, no sagrado. El Estado que de verdad se reconoce laico no se arroga autoridad ninguna sobre cuestiones religiosas, sino que considera que el ámbito de su autoridad viene delimitado por la promoción del bien común temporal. Por tanto, no se superpone ni a la religión ni a la moral, sino que se circunscribe a la política. El Estado laico es el que profesa que la esfera religiosa de la vida humana –cuya existencia es un dato innegable de la experiencia– no está bajo su poder. Un Estado es auténticamente laico cuando garantiza a las personas y comunidades de creyentes el derecho a la libertad religiosa, reconociéndoles este derecho y facilitando las circunstancias que favorezcan su ejercicio. La laicidad del Estado se opone a que éste se crea dueño y señor de la esfera religiosa de la sociedad o de las personas –ya sea para imponer una religión, ya sea para desterrarla–, conculcando el derecho a la libertad religiosa; pero no se opone al reconocimiento de la religiosidad del hombre y, en consecuencia, al diálogo con las comunidades religiosas. Así pues, la laicidad conduce naturalmente a la recíproca autonomía entre el Estado y la Iglesia, sin por ello cerrar las puertas al mutuo reconocimiento y a la colaboración entre ambos para bien de las personas de las sociedades a las que sirven.

El laicismo, por el contrario, es una ideología por la que el Estado se cree revestido de autoridad para excluir a la religión de la vida pública. Según esta ideología, el Estado tiene como parte irrenunc
iable de su misión impedir que la religión –y consecuentemente la Iglesia– ejerza un influjo sobre las decisiones de las personas a la hora de organizar su vida social. El laicismo sólo puede darse bajo el concepto de Estado total, es decir, de un Estado que identifica consigo mismo la sociedad, considerando que todo lo social le pertenece por derecho propio: no habría vida social que no naciera del Estado, incluida por tanto la vida religiosa en sus formas sociales. El laicismo no propugna la independencia entre la Iglesia y el Estado, sino sólo el aislacionismo de la Iglesia respecto del Estado y de la vida social. El Estado que profesa el credo laicista, aun proclamándose laico, en realidad no es neutral en religión, pues él determina qué es y qué no es expresión religiosa y confina a la Iglesia dentro del concepto que sobre lo que es religioso tienen quienes ostentan el poder estatal.

–De cualquier forma, México no dejó de ser un pueblo católico

–Emilio Martínez: En efecto. Aquí hemos hablado de la mentalidad y las ideas de los católicos y de los liberales reformistas; pero en la realidad histórica intervienen siempre muchos factores. Aunque estos liberales se hicieron con las riendas del Estado, no transformaron la sociedad mexicana conforme al ideal de nación liberal que encontramos en su pensamiento. Su reforma fue poco más allá del empobrecimiento de la Iglesia y de la injerencia en la educación. Sin embargo las consecuencias políticas y jurídicas del liberalismo reformista marcaron la historia mexicana para muchos decenios.

Es importante además caer en la cuenta que ni el Estado ni la Iglesia en el México de mediados del siglo XIX eran unos titanes. La tensión entre ellos dista de ser un combate entre dos colosos. Ambos vivieron una profunda crisis en los primeros decenios de vida independiente. Podemos imaginar que esta mutua debilidad despertó en ambos una alta susceptibilidad hacia quien consideraban ser su rival. Esta susceptibilidad recíproca no facilitaría en nada sus relaciones.

En definitiva, con el triunfo de Juárez en 1867, había nacido la dicotomía entre un Estado que no renunciaría a su proyecto ideal de sociedad liberal y que, al no alcanzarlo, iba a darlo por supuesto, y una sociedad que no renunciaría a sentirse y a reconocerse católica. Especie de esquizofrenia que, al extremarse, acabará por desembocar en la crisis nacional de la Guerra Cristera (1927-1929), cuya consecuencia habría de ser la imposición de un silencio por tácito acuerdo mutuo entre las partes hasta que las exigencias de modernización en todos los campos han venido a urgir una solución.

–¿Y cuál sería el mensaje actual de la Iglesia para un México que busca edificar un Estado de derecho auténticamente laico?

–Emilio Martínez: En su discurso al embajador de México ante la Santa Sede, Javier Moctezuma Barragán, del 24 de febrero de 2004, Juan Pablo II dijo: «No se debe ceder a las pretensiones de quienes, amparándose en una errónea concepción del principio de separación Iglesia-Estado y del carácter laico del Estado, intentan reducir la religión a la esfera meramente privada del individuo».

En efecto, como ha dicho Benedicto XVI al nuevo embajador, Luis Felipe Bravo Mena, el 23 de septiembre pasado: «en un Estado laico son los ciudadanos quienes, en el ejercicio de su libertad, dan un determinado sentido religioso a la vida social» y «un Estado moderno ha de servir y proteger la libertad de los ciudadanos y también la práctica religiosa que ellos elijan, sin ningún tipo de restricción o coacción».

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ZENIT Staff

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