Sin su herencia espiritual, Europa es un continente a la deriva

Entrevista con el presidente del Pontificio Comité de Ciencias Históricas

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CIUDAD DEL VATICANO, 2 octubre 2003 (ZENIT.org).- La ruptura de Europa con sus orígenes en Jerusalén, Atenas y Roma han conducido a las catástrofes del siglo XX y a una cultura en contra de la persona, constata el presidente del Pontificio Comité de Ciencias Históricas, monseñor Walter Brandmüller.

El próximo 4 de octubre tendrá lugar en Roma la Conferencia Intergubernamental para la redacción definitiva y aprobación del «Tratado Constitucional» de la Unión Europea.

Sin embargo, el continente europeo elude reconocer su tradición cristiana y en nombre de un presunto concepto de tolerancia limita los derechos a familias y creyentes. De ahí que la Santa Sede haya manifestado reparos al proyecto de Constitución Europea.

Para profundizar en la importancia del reconocimiento de las raíces espirituales para el futuro de Europa, Zenit ha entrevistado a monseñor Brandmüller.

–¿Qué peso tiene en el Viejo Continente su herencia religiosa?

–Monseñor Walter Brandmüller: Por todo un milenio el destino de la Cristiandad estuvo determinado por las a veces armoniosas y frecuentemente conflictivas relaciones entre dos polos, «sacerdotium» e «imperium», esto es, papado y poder imperial. Hasta el descubrimiento del Nuevo
Mundo, el Cristianismo y Europa fueron esencialmente una misma cosa, con las fronteras septentrionales y orientales modificándose mientras que la misión cristiana ganaba terreno en torno al año 1.000.

Pero en el momento presente, la Europa intelectual ha roto con sus raíces de la antigüedad y la Cristiandad, y a los universitarios se les ha dado como alimento piedras en vez de pan. La Europa moderna, alienada de sus orígenes, soporta gran cantidad de la culpa por las catástrofes intelectuales –y de ahí las políticas– que ocurrieron tanto localmente como en el resto del mundo.

— ¿Cuál es la tradición espiritual de Europa?

–Monseñor Walter Brandmüller: Se ha dicho en ocasiones que todo lo grande de la historia de Europa surgió de fundaciones asentadas en Jerusalén, Atenas y Roma.

Jerusalén representa la concepción de que la humanidad y el mundo existen en relación con Dios, el Creador, a quien deben su existencia y de quien esperan la salvación final. Atenas representa la primacía del intelecto, que sostiene la cultura europea.

Los padres filosóficos de nuestro continente no son los sofistas, quienes estuvieron a favor de un mal empleo del conocimiento y la razón con fines específicos, sino Sócrates, Platón y Aristóteles. En las escuelas de Atenas, las grandes mentes de la Iglesia primitiva, los tres de Capadocia –Basilio, Gregorio Nacianceno y Gregorio de Niza–, buscaron y encontraron las herramientas conceptuales que necesitaban no sólo para desbloquear, sino para hacer inteligibles los misterios de la fe cristiana, especialmente la creencia en un Dios trinitario.

La armoniosa síntesis de la filosofía griega y la revelación cristiana está asociada a Agustín, Alberto Magno y Tomás de Aquino, en cuyos trabajos teológicos alcanzó su más alta expresión.

El escolasticismo de la Alta Edad Media, cuya cima coincidió con la aparición de las universidades, enseñó a Europa la disciplina intelectual y la precisión conceptual de la que depende su futuro desarrollo científico e intelectual. Sin esta irrupción de conceptos de mano de los teólogos escolásticos, no se habría dividido el átomo.

–Pero la historia europea de los últimos dos siglos contradice esta tradición…

–Monseñor Walter Brandmüller: Las catástrofes del siglo XX, desde los desastres bélicos de la Primera Guerra Mundial a los campos de extermino del Tercer Reich y el Archipiélago Gulag, son el resultado de la ruptura de Europa con sus orígenes en Jerusalén, Atenas y Roma.

Mientras la perspectiva cristiana del hombre y del mundo desaparecía bajo la influencia de la filosofía racionalista de la Ilustración, se abría el camino hasta el darwinismo social, que se expresa en la cultura actual del aborto, la eutanasia y la clonación. Todo esto empezó desde el momento en que rechazamos los principios del desarrollo cultural que gobernó el período de mil años de Cristianismo.

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ZENIT Staff

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