PARÍS, 20 feb 2001 (ZENIT.org).- «Pintar y rezar son una misma cosa». Estas son las últimas declaraciones públicas del conde Balthazar Klossowski de Rola, famoso en el mundo entero con la firma artística de Balthus, con la que firmaba sus pinturas.
Murió el domingo pasado en Suiza, con 93 años. Hermano del escritor Pierre Klossowski, había nacido en 1908 en París, de una familia de origen polaco. Su casa era frecuentada por pintores e intelectuales de la talla de Mirò, Camus, Malraux. El padre era historiador, pintor y crítico de arte. La madre, pintora. Balthus fue alentado a dedicarse a la pintura por el poeta Rainer Maria Rilke. Su última entrevista apareció publicada en el semanario católico francés «La Vie».
«Nada está más lejano del surrealismo que mi pintura –comentaba Balthus a «La Vie»–. Desconfío de las irregularidades de esta escuela, así como desconfío del psicoanálisis. Pintar es una acción diversa, que tiene otras exigencias. Pintar y rezar son una misma cosa. Nunca he concebido la pintura en modo diverso de una acción religiosa».
Balthus explicaba así la manera en que vivía la inspiración artística: «Un ritual que tiene necesidad de la oración y luego del silencio. Me sucede muy a menudo que no puedo pintar, cuando estoy en mi estudio. Basta, antes, sentarse ante la tela, contemplarla, acariciarla con la mano. Es otra manera de pintar, de proceder. Pintar significa alcanzar, proceder y conquistar. Pasar a través de los secretos, traducir lo que es todavía obscuro, no tratar de dar interpretaciones. Lo importante es esto: a menudo el pintor mismo no sabe por qué. No le corresponde a él traducir, dar cuenta de lo que pinta, ni expresarse en este sentido. Basta que tenga la voluntad de expresar el mundo a través de sus obscuridades».
«Rezar, sí y en este estado se hace la entrega, y es esto lo que permite crear», insistía Balthus.
Sobre su cama está todavía hoy el rosario que Juan Pablo II le regaló durante una visita que le concedió, durante su permanencia en Roma, cuando era director de Villa Medici.
«Es un hombre santo –le gustaba repetir al pintor–. Un santo que Dios nos ha dado para salvar nuestro pobre mundo. Soy católico, practicante, tengo una vida espiritual muy exigente. El cristianismo es una religión que produce santos. Es una gran elevación que, cada día, nos sostiene y nos hace crecer».
«El mundo –observaba Balthus en su entrevista a «La Vie»– se pierde en el rumor y en el furor, en la prisa y en la incompetencia, en la negación de los verdaderos valores, en una fuga que marca el fin de toda esperanza. Haría falta reencontrar el modo de trabajar de los antiguos, la paciencia de los artesanos, un arte de vivir que espiritualice a los hombres. Haría falta reencontrar la vida en el paisaje, extraer su respiración. En cambio, se intelectualiza, se interpreta, se hacen abstractas las cosas, las formas, los seres. ¡Que se vuelva, por favor, a la sabiduría paciente de Masaccio y de Piero della Francesca, a la lenta, anónima, ímproba fatiga de los pintores de frescos italianos, al vigor sagrado, inocente de Giotto!».
La vida espiritual de Balthus, como él mismo confesaba fue intensa. «Hace no mucho tiempo, un día, tuve lo que se podría llamar un éxtasis. Dios me hablaba, estaba en un estado de semi-inconsciencia pero mi pulso era normal y me di cuenta que Dios me había hablado, me había dicho que mi vida no se había acabado, que tenía que trabajar todavía. Esta palabra me llegaba en un periodo de duda y quizá de abandono de la pintura. El camino me producía inquietud y Dios, de repente, me lo iluminaba».
«Al envejecer –confesaba el artista–, estoy menos seguro de mí mismo pero esta voz profunda, que me habló, me volvía a dar fuerza y coraje».
«La pintura –concluía el maestro– debe hacer ver la belleza. Cada color se une a otro para ofrecer, como hacen las notas musicales, una armonía, el sentido de la eternidad y de lo sublime. Pintar responde a una necesidad interior. Es la única exigencia a la que está obligado el pintor y respecto a la cual no debería tener elección. Pero, entonces, no es vana. Gracias a ella, a esta visión interior, buscada sin tregua, incesantemente, el cuadro encuentra de repente su orden y se ilumina».