En Italia los «testigos de justicia» son aproximadamente setenta. Estos ciudadanos corrientes, tras declarar en procesos contra el crimen organizado –contribuyendo también a desarticular importantes clanes—, han experimentado un cambio radical en sus propias vidas.

Pasan por nuevas identidades, traslados de una ciudad a otra, nuevos hogares y una asignación de unos mil euros al mes para cada núcleo familiar.

De acuerdo con monseñor Simoni, que desde hace años acompaña a algunos de los testigos, éstos «se sienten abandonados a sí mismos, ignorados en su dignidad», recogió la agencia «Sir» la semana pasada.

Es la realidad de «familias de empresarios o de profesionales que huyen con sus propios hijos y se ven obligados a dar vueltas por Italia para después alojarse en un hogar forzoso, constantemente bajo escolta», explicó.

«No se pueden comunicar, ni trabajar –constató el prelado--; deben vivir con una asignación estatal, tropiezan con equivocaciones y abusos, son intercambiados por “arrepentidos”: el resultado son familias divididas, vidas “despedazadas”».

«Un Estado que no tutele la legalidad supondría una “disminución de la guardia”», advirtió Paolo Tarchi, director de la oficina de asuntos sociales de la Conferencia Episcopal italiana, recordando el compromiso de la Iglesia a favor de la «educación en la legalidad».

El ejemplo de los «testigos de justicia», según Tarchi, es elocuente por su contribución a contrarrestar el «silencio encubridor», que «no es en absoluto una actitud cristiana».