CIUDAD DEL VATICANO, 7 octubre 2003 (ZENIT.org).- Publicamos el discurso que pronunció este martes Juan Pablo II en el atrio de la Basílica de la Virgen del Santo Rosario de Pompeya.
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Queridos hermanos y hermanas:
1. La Virgen Santa me ha permitido volver a honrarla en este célebre santuario que la Providencia inspiró al Beato Bartolo Longo para que fuera centro de irradiación del Santo Rosario.
La visita de hoy constituye, en cierto sentido, la coronación del Año del Rosario. Doy gracias al Señor por los frutos de este Año, que ha producido un significativo despertar de esta oración, sencilla y profunda al mismo tiempo, que toca el corazón de la fe cristiana y resulta sumamente actual ante los desafíos del tercer milenio y del urgente compromiso por la nueva evangelización.
2. En Pompeya, esta actualidad queda subrayada de manera particular por el contexto de la antigua ciudad romana, sepultada bajos las cenizas del Vesuvio en el año 79 después de Cristo. Esas ruinas hablan. Plantean la pregunta decisiva de cuál es el destino del hombre. Son testimonio de una gran cultura, de la que revelan, junto a respuestas luminosas, interrogantes inquietantes. La ciudad mariana nace en el corazón de estos interrogantes, presentando a Cristo resucitado como respuesta, como «evangelio» que salva.
Hoy, como en los tiempos de la antigua Pompeya, es necesario anunciar a Cristo a una sociedad que se está alejando de los valores cristianos y pierde incluso su recuerdo. Doy las gracias a las autoridades italianas por haber contribuido a la organización de mi peregrinación, comenzada por la ciudad antigua. De este modo, he recorrido una especie de puente que establece un diálogo fecundo para el crecimiento cultural y espiritual. Con la antigua Pompeya como telón de fondo, la propuesta del Rosario adquiere el valor histórico de un nuevo empuje en el anuncio cristiano en nuestro tiempo.
¿Qué es de hecho el Rosario? Un compendio del Evangelio. Nos hace volver a las principales escenas de la vida de Cristo, como si nos permitiera «respirar» su misterio. El Rosario es camino privilegiado de contemplación. Es, por así decir, el camino de María. ¿Quién conoce y ama a Cristo mejor que ella?
De ello estaba convencido el beato Bartolo Longo, apóstol del Rosario, quien prestó una atención particular al carácter contemplativo y cristológico del Rosario. Gracias al Beato, Pompeya se ha convertido en un centro internacional de espiritualidad del Rosario.
3. He querido que mi peregrinación tuviera el sentido de una súplica por la paz. Hemos meditado los misterios de la luz, como queriendo proyectar la luz de Cristo sobre los conflictos, las tensiones, y los dramas de los cinco continentes. En la carta apostólica «Rosarium Virginis Mariae» he explicado que el Rosario es una oración orientada por su propia naturaleza a la paz. No sólo porque nos lleva a invocarla, apoyados en la intercesión de María, sino también porque nos hace asimilar, junto a el misterio de Jesús, su proyecto de paz.
Al mismo tiempo, con el ritmo tranquilo de la repetición del Avemaría, el Rosario inunda de paz nuestro espíritu y lo abre a la gracia que salva. El beato Bartolo Longo tuvo una intuición profética, cuando, quiso añadir al templo dedicado a la Virgen del Rosario esta fachada como monumento a la paz. La causa de la paz entraba de este modo en la propuesta misma del Rosario. Es una intuición de gran actualidad en este inicio de milenio, azotado por vientos de guerra y regado por la sangre de muchas regiones del mundo.
4. La invitación a rezar el Rosario que se eleva desde Pompeya, cruce de personas de toda cultura atraídas tanto por el santuario como por el yacimiento arqueológico, evoca también el compromiso de los cristianos, en colaboración con todos los hombres de buena voluntad, a ser constructores y testigos de paz. Que la sociedad civil, aquí representada por las autoridades y personalidades a las que saludo cordialmente, acoja cada vez más este mensaje. Que la comunidad eclesial de Pompeya, a la que saludo en sus diferentes componentes –sacerdotes, diáconos, personas consagradas, en particular las Hijas Dominicas del Santo Rosario, fundadas precisamente para la misión de este Santuario, los laicos– esté cada vez más a la altura de este desafío. Doy las gracias a monseñor Domenico Sorrentino por las palabras que me ha dirigido al inicio de este encuentro. Con afecto os doy las gracias a todos vosotros, devotos de la Reina del Rosario de Pompeya. Sed «agentes de paz», siguiendo las huellas del beato Bartolo Longo, quien supo unir la oración a la acción, haciendo de esta ciudad mariana una ciudadela de la caridad. Que el incipiente Centro para el Niño y la Familia, que gentilmente se me ha dedicado, recoja la herencia de esta gran obra.
Queridos hermanos y hermanas. Que la Virgen del Santo Rosario nos bendiga, mientras nos disponemos a invocarla con la Súplica. En su corazón de Madre presentamos nuestras preocupaciones y buenos propósitos.
[A continuación, el Papa recitó la súplica por la paz. Luego, antes de impartir la bendición apostólica conclusiva, pronunció este saludo:]
Gracias, gracias Pompeya. Gracias a todos los peregrinos por esta cálida y bellísima acogida. Gracias a los cardenales y obispos presentes. Gracias a las autoridades del país, de la región, de la ciudad. Gracias por el entusiasmo de los jóvenes. Gracias a todos. Rezad por mí en este santuario, hoy y siempre
[Traducción del original italiano realizada por Zenit].