Juan Pablo II: La oración al final del día

Comienza una serie de catequesis sobre la Liturgia de las Vísperas

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CIUDAD DEL VATICANO, 8 octubre 2003 (ZENIT.org).- Publicamos la intervención de Juan Pablo II en la audiencia general de este miércoles con la que comenzó un nuevo ciclo de catequesis sobre la Liturgia de las Vísperas (la oración al anochecer), tras haber terminado su reflexión sobre la Liturgia de los Laudes (la oración de la mañana), ejes como él explicó de la Liturgia de las Horas.

* * *

1. Dado que «cada día de nuestra peregrinación en la tierra es un don siempre nuevo» del amor de Dios (Prefacio de los Domingos, VI), la Iglesia siempre ha experimentado la exigencia de dedicar a la alabanza divina los días y las horas de la existencia humana. De este modo, el alba y el ocaso del sol, momentos típicos religiosos de todo pueblo, que ya eran considerados como sagrados por la tradición bíblica del ofrecimiento matutino y vespertino del holocausto (Cf. Éxodo 29, 38-39) y del incienso (Cf. Éxodo 30, 6-8), representan para los cristianos, desde los primeros siglos, dos momentos particulares de oración.

El salir del sol y su ocaso no son momentos anónimos de la jornada. Tienen una fisonomía inconfundible: la belleza gozosa de una aurora y el esplendor triunfal de un ocaso marcan el ritmo del universo, en el que queda profundamente involucrada la vida del hombre. Además, el misterio de la salvación que se realiza en la historia, tiene momentos ligados a diferentes fases del tiempo. Por este motivo, junto a la celebración de Laudes al inicio de la jornada, se ha ido consolidado en la Iglesia la celebración de las Vísperas al caer la noche. Tanto una Hora Litúrgica como la otra poseen una carga evocadora que recuerda dos aspectos esenciales del misterio pascual: «En el atardecer el Señor está crucificado, en la mañana resurge… En el atardecer narro los sufrimientos que sufrió en la muerte; en la mañana anuncio la vida que de él resurge» (San Agustín, «Comentarios a los Salmos» –«Esposizioni sui Salmi»–, XXVI, Roma 1971, p. 109).

Precisamente porque están ligadas con la memoria a la muerte y resurrección de Cristo, las dos Horas de los Laudes y de las Vísperas constituyen «según la venerable tradición de toda la Iglesia, el doble eje del Oficio cotidiano» (Constitución «Sacrosanctum Concilium» 98).

2. En la antigüedad, después de que se ponía el sol, el momento de encender el candil en las casas daba un aire de alegría y comunión. También la comunidad cristiana, al encender la lámpara al anochecer, invocaba con espíritu agradecido el don de la luz espiritual. Era el así llamado «lucernario», es decir, el rito en el que se encendía la lámpara, cuya llama es símbolo de Cristo, «sol que no se pone».

Cuando caen las tinieblas los cristianos saben que Dios ilumina incluso la noche oscura con el esplendor de su presencia y con la luz de sus enseñanzas. En este sentido, vale la pena recordar el antiquísimo himno lucernario «Fôs hilarón», recogido por la liturgia bizantina armenia y etíope: «¡Luz gozosa de la gloria santa del Padre inmortal, celestial, santo, bienaventurado, Jesucristo! Al llegar el ocaso del sol y, vista la luz vespertina, ensalzamos al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo, Dios. Es digno cantarte en todo momento con armonía, Hijo de Dios, que nos das la vida: por ello, el universo proclama tu gloria». También Occidente ha compuesto muchos himnos para celebrar a Cristo luz.

Inspirándose en el simbolismo de la luz, la oración de las Vísperas se ha desarrollado como sacrificio vespertino de alabanza y de reconocimiento por el don de la luz física y espiritual y por los demás dones de la creación y de la redención. Escribe san Cipriano: «Puesto el sol y al terminar el día, es necesario rezar de nuevo. De hecho, dado que Cristo es el sol verdadero, en el ocaso del sol y del día de este mundo nosotros rezamos y pedimos que venga de nuevo sobre nosotros la luz e invocamos la venida de Cristo que nos llevará a la gracia de la luz eterna» («De oratione dominica», 35: PL 4,560).

3. La noche es el momento propicio para considerar ante Dios, en la oración, la jornada transcurrida. Es el momento para «dar gracias por lo que se nos ha dado o por lo que hemos hecho con rectitud» (San Basilio, «Regulae fusius tractatae», Resp. 37, 3: PG 3, 1015). Es también el momento en el que hay que pedir perdón por el mal que hemos cometido, implorando de la misericordia divina que Cristo vuelva a resplandecer en nuestros corazones.

Sin embargo, la llegada de la noche evoca también el «misterio de la noche» («mysterium noctis»). La tiniebla es experimentada como una ocasión de tentaciones frecuentes, de particular debilidad, de concesión a las incursiones del Maligno. Con sus insidias, la noche se convierte en símbolo de todas las malicias de las que Cristo vino a liberarnos. Por otra parte, en cada caer de la tarde, la oración nos hace partícipes en el misterio pascual, en el que «la noche resplandece como el día» («Exsultet»). De este modo, la oración hace que florezca la esperanza en el paso del día transitorio al «dies perennis», de la luz de la lámpara a la «luz perpetua» («lux perpetua»), de la vigilante espera de la aurora al encuentro con el Rey de la gloria eterna.

4. Para el hombre antiguo, más que para nosotros, la sucesión de la noche y del día regulaba la existencia, haciéndole reflexionar sobre los grandes problemas de la vida. El progreso moderno ha alterado en parte la relación entre la vida humana y el tiempo cósmico. Pero el ritmo intenso de las actividades no ha sustraído totalmente a los hombres de hoy de los ritmos del ciclo solar.

Por este motivo, los dos ejes de la oración diaria siguen manteniendo todo su valor, pues están ligados a fenómenos inmutables y a simbolismos inmediatos. La mañana y la tarde constituyen momentos siempre oportunos que hay que dedicar a la oración, ya sea en comunidad ya sea personalmente. Ligadas a momentos importantes de nuestra vida y de nuestra acción, las Horas de Laudes y Vísperas se convierten en un modo eficaz para orientar nuestro camino cotidiano y dirigirlo hacia Cristo, «luz del mundo» (Juan 8, 12).

[Traducción del original italiano realizada por Zenit. Al final de la audiencia, el Papa hizo esta síntesis en castellano:]

Queridos hermanos y hermanas:
Los Laudes por la mañana y las Vísperas al atardecer son los dos momentos más significativos de la oración cotidiana de la Iglesia, en armonía con el ritmo normal del tiempo en la existencia humana. El crepúsculo es momento propicio para examinar en oración los dones recibidos durante la jornada e invocar a Cristo, «luz del mundo» (Jn 8,12), «sol que no conoce ocaso» e ilumina también la oscuridad de la noche con el esplendor de su presencia y de sus enseñanzas.
Gracias por vuestra atención.

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ZENIT Staff

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