LONDRES, 18 octubre 2003 (ZENIT.org).- No todos los comentaristas están entusiasmados con el 25 aniversario de Juan Pablo II. El articulista del diario británico Guardian, Hywel Williams, en un artículo del 4 de octubre, describía este papado como «profundamente hostil contra la modernidad, castigando todo cuestionamiento como infidelidad». Además de rechazar los esfuerzos ecuménicos del Papa como una impostura, Williams defendía que Juan Pablo II había promovido una «iglesia campesina» basada en una obediencia sin cuestionamientos.
Esta forma de caracterizar a Juan Pablo II, como un promotor de una visión retrógrada de la Iglesia y su doctrina, no es nada nuevo y, a menudo, se acompaña con referencias burlonas a una alegada visión polaco medieval de la sociedad. Sin embargo, estos articulistas normalmente muestran pocos signos de familiaridad con el caudal del magisterio de Juan Pablo II en los últimos 25 años, o con sus obras filosóficas que precedieron a su elección papal.
De hecho, aquellos que se llaman a sí mismo «liberales» o «progresistas» prefieren a menudo menospreciar la religión como algo inferior a sus iluminadas ideas. Dinesh D’Souza, escribiendo en la página editorial del Wall Street Journal el 6 de octubre, llamaba la atención sobre una reciente afirmación del filósofo Daniel Dennett. Este último, escribiendo en el New York Times, afirmaba que los ateos prefieren ser llamados ahora «iluminados».
Contándose a sí mismo entre este grupo, Dennett explicaba que un «iluminado» rechaza una visión sobrenatural del mundo. «El señor Dennett», observaba D’Souza, «como muchos ateos, está convencido de que los ateos están simplemente más iluminados –son más racionales- que los creyentes religiosos».
La escuela de Chicago
La superioridad de la investigación racional también fue respaldada por el biólogo evolutivo británico Richard Dawkins. En un forum de lectores publicado el 20 de febrero en la página web del diario británico Independent, Dawkins declaraba su ateísmo. Defendía que la creencia en Dios es algo que puedes eliminar, como los niños al dejar de creer en Papá Noel. Preguntado sobre qué haría si, tras su muerte, se encontrara frente a San Pedro en las puertas del cielo, Dawkins replicó que admitiría su error: «Pero yo estaría equivocado con correctas razones. Aquellos chicos de dentro tendrían razón. Pero mira con qué razones».
La disciplina económica también proporciona un amplio espacio para los pensadores que encuentran poco tiempo para el papel de la religión en la sociedad, como explicaba Robert Nelson en un libro del año 2001. En «Economics as Religion» (La Economía como Religión), se lamentaba de cómo las ciencias sociales se han convertido para muchos en la religión de la edad moderna.
Los economistas, afirmaba Nelson, se han convertido en proselitistas de una forma de religión secular que ha basado sus esperanzas en el progreso material. Hacía notar que uno de los fundadores del influyente departamento de economía de la Universidad de Chicago, Frank Knight, sostenía que la religión cristiana era una de las principales amenazas a la libertad.
La última generación de economistas de Chicago, que incluye al Premio Nóbel de 1992 Gary Becker, despreciaba como una ilusión enseñanzas bíblicas tales como los Diez Mandamientos. En su lugar, ven el propio interés económico como la fuerza clave que rige el comportamiento humano. Nelson observaba, sin embargo, que nadie ha sido capaz de presentar una economía con valores neutrales, y que, en cuanto se escoge el método económico, hay una ligazón con una serie de presunciones valorativas detrás de él.
Complementarios, no opuestos
Juan Pablo II profundizó en la relación entre razón humana y fe religiosa en la encíclica «Fides et Ratio», publicada el 14 de septiembre de hace cinco años. En ella, el Papa observaba cómo el hombre es conducido al descubrimiento de la verdad, «que le permite comprenderse mejor y progresar en la realización de sí mismo» (No. 4). Y añadía: «La Iglesia, por su parte, aprecia el esfuerzo de la razón por alcanzar los objetivos que hagan cada vez más digna la existencia personal» (No. 5).
Pero el Papa también defendía el valor de la Revelación cristiana, explicando que es una «verdad suprema» que «a la vez que respeta la autonomía de la criatura y su libertad, la obliga a abrirse a la trascendencia» (No. 15). Como tal no es producto de la razón humana, sino una anticipación de la visión última de Dios.
Juan Pablo II defiende que la fe y la razón se complementan una a otra. Dentro del orden natural de la inteligencia humana, deseamos saber la verdad sobre lo que nos rodea. «Éste es el motivo de tantas investigaciones, particularmente en el campo de las ciencias, que han llevado en los últimos siglos a resultados tan significativos, favoreciendo un auténtico progreso de toda la humanidad» (No. 25).
Este proceso de investigación no se reduce sólo al nivel científico. Las personas buscan valores que puedan elegir y perseguir en sus vidas, «porque solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar a la persona realizando su naturaleza». La encíclica continúa: «El hombre encuentra esta verdad de los valores no encerrándose en sí mismo, sino abriéndose para acogerla incluso en las dimensiones que lo trascienden» (No. 25).
Esta investigación se extiende a la búsqueda de una verdad que explique el significado de la vida, explicaba el Papa. Y una verdad como ésta no sólo se alcanza a través de la razón de un individuo humano, «sino también mediante el abandono confiado en otras personas, que pueden garantizar la certeza y autenticidad de la verdad misma» (No. 33). Esta confianza en otras personas que nos puedan garantizar la verdad no es sólo una práctica común al área de la Revelación, observa Juan Pablo II. «¿Quién sería capaz de discutir críticamente los innumerables resultados de las ciencias sobre las que se basa la vida moderna?» (No. 31).
Reconciliación
Desafortunadamente, la filosofía moderna ha tendido a moverse más y más lejos de la revelación cristiana, observaba el Papa. Algunas formas de ateísmo «que presentaron la fe como nociva y alienante para el desarrollo de la plena racionalidad» (No. 46). En el campo de la investigación científica, «se ha ido imponiendo una mentalidad positivista que, no sólo se ha alejado de cualquier referencia a la visión cristiana del mundo, sino que, y principalmente, ha olvidado toda relación con la visión metafísica y moral».
Como consecuencia, existe el peligro de que otras prioridades que no sean el bienestar de la persona ocupen el centro de la investigación científica. El Papa advertía de que el progreso tecnológico corre el riesgo, no sólo de guiarse por la lógica basada en el mercado, sino de sucumbir «a la tentación de un poder demiúrgico sobre la naturaleza y sobre el ser humano mismo».
Juan Pablo II expresaba su esperanza de que la razón moderna y la verdad revelada se puedan reconciliar. La Revelación no debería menospreciar los descubrimientos y la legítima autonomía de la razón. Pero, por otro lado, la razón debería «jamás perder su capacidad de interrogarse y de interrogar, siendo consciente de que no puede erigirse en valor absoluto y exclusivo» (No. 79).
Concluyendo la encíclica, Juan Pablo II invita a todos a «que fijen su atención en el hombre, que Cristo salvó en el misterio de su amor, y en su permanente búsqueda de verdad y de sentido» (No. 107). Invita a todos a entrar dentro del «horizonte de la verdad», porque «solamente en este horizonte de la verdad comprenderá» cada uno «la realización plena de su libertad y su llamada al amor y al conocimiento de Dios como realización suprema de sí mismo».
Lejos de proponer una Iglesia campesina, Juan Pablo II está invitando
a un diálogo entre fe y pensamiento moderno que requiere una apertura a la verdad en su expresión más plena.