CIUDAD DEL VATICANO, domingo 1 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- Desde lo alto de la Columnata de Bernini, a la izquierda de la Basílica de San Pedro, donde periodistas, fotógrafos y canales de televisión apuntan sus objetivos a la beatificación de Juan Pablo II, la plaza parece invadida por Polonia, con un mar de banderas blancas y rojas.
Incluso la bandera en la que puede leerse «Vancouver», en realidad representa a polacos, aunque sean emigrantes.
Han permanecidos a «su» papa y ayer llegaron en masa, en autobuses, en trenes, o en automóviles viejos. A causa de su gran número, en la noche, las fuerzas de seguridad abrieron con mucha antelación la entrada a la plaza de San Pedro: en vez de las 5.30, como estaba previsto, entraron a partir de las 2 de la mañana.
Un grupo, que incluía a religiosas, dormía en una de las calles cercanas al Vaticano, el Borgo del Santo Espíritu, en sacos de dormir, o apoyados sobre periódicos, para poder ser los primeros en tomar lugar y prepararse para la beatificación.
Para ellos, Karol Wojtyla es un guía espiritual y un punto de referencia para la historia nacional, en un momento de incertidumbre social y política: «Polonia, quo vadis?» [«Polonia, ¿a dónde vas?»], se podía leer en una de las pancartas.
A los pies del atrio de la Basílica de San Pedro podían verse a huéspedes de honor: los enfermos en sillas de ruedas, acompañados por voluntarios.
A las 3 de la mañana, las sillas de ruedas, 70, de las cuales 9 eran para niños, se encontraban «aparcadas» en fila en la plaza del Santo Oficio, vigiladas por los voluntarios de la Unión Italiana para el Transporte de Enfermos a Lourdes y Santuarios Internacionales (UNITALSI).
«¡Cuánta fuerza ha infundido Juan Pablo II a los enfermos con su ejemplo, soportando el sufrimiento sin rendirse ni esconderlo», afirma Bruno Rosi, que trabaja como voluntario desde hace diez años.
«Estar cerca de los niños discapacitados es lo más difícil, pero después se desencadena algo dentro de ti y son ellos los que acaban haciendo que te sientas bien», añade.
«Juan Pablo II siempre estará en mi corazón -afirma–: es el papa me hizo que regresara a la Iglesia con su humanidad, con su capacidad de tomar en sus brazos a los niños, de abrazar a una mujer, de jugar con los jóvenes, de acariciar a los enfermos».
Una gran pancarta, también en blanco y rojo, se impone en el fondo de la plaza de San Pedro: «No tengáis miedo. Abrid de par en par las puertas a Cristo».
Fue la inauguración y síntesis del pontificado de Juan Pablo II, la consigna que ha quedado en la mente de todos, el aliento que consuela, también a los voluntarios, que a las 3 de la mañana bebían café caliente contra la humedad de la noche, y que la llevan escrita en la casaca amarilla.
Entre los que se preparaban en la noche para la beatificación no faltaban los representantes de las asociaciones y movimientos eclesiales.
Salvatore Martínez, presidente de la Renovación en el Espíritu (movimiento carismático) en Italia, nos confiesa que se considera un «feliz testigo» de una estación que «se ha caracterizado por el protagonismo del laicado carismático, del que Juan Pablo II se esperaba mucho».
Su lección fundamental: «no puede haber auténtica promoción humana sin fe auténtica».
«El espíritu de Juan Pablo II, que es el del Concilio -afirma Martínez– tiene que vivir en nosotros, generación del tercer milenio, que tendrá que caracterizarse por el protagonismo de los laicos».
«Wojtyla –afirma Franco Miano, presidente de la Acción Católica Italiana– puso nuevamente en el centro de la actualidad de los creyentes el tema de la santidad, que es una vida llena en todos los sentidos, ante todo a través del ejemplo de vida, capaz de vivir verdaderamente toda estación de la existencia, incluso la que se caracteriza por el sufrimiento».
Mientras tanto, esta noche, la cruz de madera de las Jornadas Mundiales de la Juventud, ha corrido el riesgo de no poder regresar a su casa, el Centro internacional de Jóvenes San Lorenzo, que se encuentra junto al Vaticano.
Los policías que controlaban los puntos de acceso sólo permitían el paso al responsable australiano, Bernard Morousic, y al grupo de jóvenes que había llevado la cruz a una de las vigilias en las ocho iglesias del centro histórico, que permanecieron abiertas toda la noche, pero no a la gran cruz.
Media hora y un poco de sentido común después, la policía misma escoltó la cruz que Juan Pablo II regaló a los jóvenes al lugar en que es custodiada en Roma.
Luego, en la mañana, comenzó a salir el sol: para los peregrinos no fue una sorpresa, pues estaban seguros de que el futuro beato intercedería para que esta jornada estuviera bañada por el buen tiempo.
Cuando Benedicto XVI llega tras la larga procesión al lugar desde el que presidirá la beatificación, surge el primer aplauso.
Mientras, el cardenal Agostino Vallini, obispo vicario de Roma, lee la petición con la que oficialmente se pide que Juan Pablo II sea admitido entre los beatos. La muchedumbre vuelve a aplaudir: parece una nueva edición de aquel «santo subito» (santo cuanto antes) que surgió de esa misma plaza el día de las exequias del pontífice, el 8 de abril de 2005.
Vallini recorre las etapas de la vida y del pontificado del beato y la muchedumbre vuelve a aplaudir, al recordar el 22 de octubre de 1978, día del inicio de su ministerio como pontífice, y el 13 de mayo de 1981, día del atentado en la plaza de San Pedro.
«Con nuestra autoridad apostólica concedemos que el venerable siervo de Dios Juan Pablo II, papa, de ahora en adelante sea llamado beato y que se pueda celebrar su fiesta en los lugares y según las reglas establecidas por el derecho, cada año el 22 de octubre», dijo el papa en latín.
La muchedumbre estalló en un larguísimo aplauso, mientras se levantaba el velo que cubría la imagen de Karol Wojtyla bajo el balcón central de la fachada de la Basílica de San Pedro.
Por Chiara Santomiero