VALENCIA, sábado, 7 de mayo de 2011 (ZENIT.org)-. Publicamos la carta que ha escrito monseñor Carlos Osoro, arzobispo de Valencia, con motivo del fallecimiento del cardenal Agustín García-Gasco, su predecesor en el cargo.



* * *



Hace una semana que estábamos hablando de cuestiones importantes. Pensaba que, quizá, en mi estancia en Roma podría haber continuado aquella conversación. Pero lo que Nuestro Señor Jesucristo tenía previsto para ti era entrar en la definitiva conversación, esa que es la más rica, a la que los seres humanos estamos destinados y en la que tú, me vas a permitir llamarte como siempre lo hacía, querido Agustín, creías con todas las consecuencias.

Cuando parecía que todo iba discurrir por otros caminos diferentes, según las previsiones de los hombres en la mañana del día 1 de mayo, cuando todos te estábamos esperando en la Plaza de San Pedro para celebrar en el Domingo II de Pascua la fiesta de la Divina Misericordia y, en ella, la beatificación del Papa Juan Pablo II, resulta que el Señor te llamó a la vida eterna de la que tú ya participabas por el Bautismo, pero te llamó definitivamente. Lo hizo con un gran amor hacia tu persona, querido Agustín, en la fiesta en la que los hombres podemos experimentar como el amor del Señor es más grande que todas las cosas que nosotros podamos imaginar, un amor que es capaz de extraer de cualquier situación un bien, un amor que te llamó a participar de la beatificación del Papa Juan Pablo II no como nosotros desde la Plaza de San Pedro, sino junto a él mismo, al lado del Papa. ¡Qué maravillas hace el Señor con los hombres! Y ¡qué momento de máxima belleza te ha hecho vivir a ti, Agustín, para siempre! Nada más ni nada menos que cuando comenzamos el mes dedicado a la Virgen María, cuando celebramos la Divina Misericordia, cuando celebramos la beatificación del Papa Juan Pablo II, Jesucristo te llama y te dice: vas a verlo desde la ladera en lo que todo se ve de una manera plena, tal y como lo ve Dios mismo.

Creo que ha sido algo maravilloso lo que nos has regalado el día 1 de Mayo, querido Agustín. Bien sabes tú que en el origen de todas las actitudes que pueden engendrar la felicidad y el gozo de vivir, están dos palabras que, a mi modo de ver, son esenciales para una comprehensión cristiana de la existencia: consentimiento y querencia. Palabras que están enfrente de esas otras dos que son resentimiento y sospecha. Tú siempre has sido un hombre de fe. Y es que, como buen creyente que eres, asientes y consientes a tu ser, al mundo, a Dios. Es más, te alegras de una manera singular de ello. Tu vida siempre ha sido vivida con una alegría fundamental de que Dios existiese, de que Dios sea Dios, de su inmensa gloria.

¡Qué fuerza adquieren tus palabras, querido Agustín! Me decías, no sé cómo, pero fundamentalmente esto: siempre hay que superar un deseo del ser finito que somos, entre otros tú y yo: el de que Dios no exista para que el ser finito, es decir, tú y yo u otros como nosotros, no tengamos límites y podamos hacer lo que nos apetezca. ¡Qué diferente ha sido tu vida en este mundo, Agustín, y quizá por eso tu salida del mismo! Aceptabas ser una criatura en las manos de Dios, gozabas de tu origen en Dios, de la inserción en las circunstancias en las que Dios te había puesto, precisamente por eso, mirabas con sencillez y con confianza. Y es que encontraste en tu relación con Dios la fuerza necesaria para soportar todos los avatares de tu historia personal, para llevar a cabo una misión de testimonio y de adoración de Dios. Yo tengo que darte las gracias por fiarte de mí y por haberme hecho partícipe de tu bienaventuranza.

¡Qué música de fondo tuve el día 1 de mayo desde que supe que el Señor te había llamado definitivamente a la plenitud de la vida! Y es que pensé rápidamente en lo que tantas veces tú, querido Agustín, me habías hablado: el creyente siempre tiene el valor, no sólo de creer en esta historia universal de salvación, sino en su personal historia particular, sin orgullo frente al prójimo y con gozo frente a sí mismo. Es más, el creyente puede adentrarse por una misión histórica sabiendo que es la suya, que Dios le ha enviado, que Dios le sostiene, que tiene una forma de gracia y de experiencia de la vida que son propias para él y que se convertirán en fuente de sencilla pero de profunda felicidad. Esto ha sido lo que tú has vivido siempre. Cuando has pensado en la Iglesia y lo has realizado muchas veces y la has amado entrañablemente, la entendías como un cuerpo en el que cada miembro tiene una función y donde todos son necesarios, ya que sólo mediante la interacción de todas y cada una de las funciones es posible la visibilización de la plenitud de Jesús.

¡Qué preciosa tu vida, Agustín! te decía la última vez que estuviste en casa, como el creyente sabe que lleva a cabo su misión delante de Dios (coram Deo), en su presencia, teniéndole a El como espectador primordial, esperando de El la palabra de reconocimiento, contando con sus designios que son eternos y que, por tanto, van más allá de un instante. Una persona que se hace delante de Dios mide todo con otros criterios. Tú, Agustín, ya lo estás haciendo. Intercede por nosotros para que tengamos esos criterios. Y esto vale para las personas y para la cultura, pues una cultura que se lleva a cabo delante de Dios, mide cada una de sus acciones con otros criterios, de tal manera que la grandeza le viene dada no por lo inmediato, sino por la verdad del que obra, por su fidelidad a quien sostiene todo. Gracias por tu vida, querido Agustín.