CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 28 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el artículo escrito en el diario de la Santa Sede “L'Osservatore Romano” por Giorgio Israel, de religión judía, profesor de Matemática en la Universidad de Roma “La Sapienza”.

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El modo más obvio con que un lector judío puede leer el segundo libro de Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret es el de buscar en este una imagen del estado de las relaciones judío-cristianas. Es una lectura legítima, pero demasiado limitada. Se ha dicho, con alguna malicia, que, después de las grandes alabanzas dirigidas a la Nostra aetate, nada podía recibirlas mayores. No es así. La Nostra aetate fue un documento fundamental porque, tras siglos dramáticos, sentó las bases de un diálogo fundado en el respeto y en el reconocimiento de raíces comunes e inalienables. No podía dejar de tener la limitación de ser el primer paso, predominantemente metodológico. Luego llegaron hechos decisivos en el ámbito de las relaciones humanas, seguidos de otros pasos que han afrontado los temas en cuestión.

Entres estos segundo pasos —como tuve ocasión de subrayar en estas páginas— ha tenido un papel fundamental el documento de la Pontificia Comisión Bíblica sobre «El pueblo judío y sus Sagradas Escrituras en la Biblia cristiana» (2001), cuya exégesis se enfocaba a suprimir del camino del diálogo los peñascos más pesados, es decir, los prejuicios anti-judíos derivados de una lectura superficial de los Evangelios y que han alimentado la llamada «enseñanza del desprecio». Este documento estableció claramente la indisolubilidad de la relación entre los dos Testamentos con la afirmación fuerte de que una «renuncia de los cristianos respecto al Antiguo Testamento» implicaría la «disolución» del cristianismo.

El nuevo libro de Benedicto XVI completa la obra, quitando del sendero del diálogo la última piedra, cuando aclara definitivamente que la responsabilidad en el proceso y en la condena de Jesús es imputable sólo a un grupo restringido de judíos y no puede, de ninguna manera, recaer sobre el pueblo entero, menos aún en todas las generaciones sucesivas. Despejado de este obstáculo el camino, el diálogo entra en la sustancia: «Después de siglos de contraposición, reconocemos como tarea nuestra lograr que estos dos modos de la nueva lectura de las escrituras bíblicas —la cristiana y la judía— entren en diálogo entre sí para comprender rectamente la voluntad y la palabra de Dios».

Es un diálogo que había ya comenzado, por ejemplo, con la contribución del rabino Jacob Neusner (A Rabbi talk with Jesus) dejando sus huellas en el primer volumen de Benedicto XVI sobre Jesús de Nazaret.

Es evidente que el diálogo encuentra enseguida el tema central de divergencia: la divinidad de Jesús, la naturaleza de su misión, su sentido en la historia y en el proceso de la redención, y por lo tanto, el concepto mismo de la redención. Al respecto, es natural y legítimo que Benedicto XVI indique la especificidad de la visión cristiana en la idea de que el Templo ha terminado «en el sentido histórico-salvífico»; que «en su lugar ahora está el arca viviente de la alianza del Cristo crucificado y resucitado». El inicio de un tiempo de los gentiles «durante el cual el Evangelio debe ser llevado a todo el mundo y a todos los hombres» es compatible con el hecho de que «mientras tanto Israel conserve la propia misión», y aclara así una cuestión que ha generado en los siglos «malentendidos de graves consecuencias». Tanto más es legítima la reivindicación de lo que se considera radicalmente nuevo en el cristianismo, en cuanto que se elimina otra fuente de incomprensiones —y no de método sino de sustancia.

No existe ni una sola página del libro en donde resurja la antigua e infundada contraposición entre Antiguo Testamento, como libro en el que habla un Dios solo de justicia y nunca de amor, incluso un Dios de venganza, y los Evangelios como mensaje de caridad y de amor, así como tampoco la contraposición entre particularismo judío y universalismo cristiano. Ciertamente, lo acabamos de recordar, la especificidad del mensaje cristiano se identifica en el hecho de haber abolido el confín del Templo para hacer de la crucifixión el Templo para la redención de la humanidad entera; pero esta especificidad no se contrapone al mensaje del Antiguo Testamento, es más, sus raíces se encuentran justamente en él.

La vocación de Israel no es de por sí particularista: «por una parte, el pueblo fue segregado de todos los demás pueblos, pero por otra, lo es precisamente para desempeñar un encargo para todos los pueblos, para todo el mundo. Es lo que se entiende con la calificación de Israel como “pueblo santo”». Es precisamente el mensaje universalista de Isaías (49, 6): «Es poco (...) restablecer las tribus de Jacob y traer de vuelta a los supervivientes de Israel. Te hago luz de las naciones, para que mi salvación alcance hasta el confín de la tierra». Es fundamental haber establecido un vínculo directo entre la corriente del profetismo y el mensaje de Jesús que, «con su obrar pretendía dar cumplimiento a la Ley y a los Profetas».

Este vínculo se reafirma continuamente en el libro, colocando el mensaje de Jesús «dentro de la gran línea de los heraldos de Dios en la precedente historia de la salvación». Al respecto, hay que subrayar que también el conflicto que Jesús abre con «el orden dispuesto por la aristocracia del templo» y con el respeto exclusivo de las prescripciones se inscribe en una tendencia ampliamente presente del profetismo. Recordemos de nuevo a Isaías (1, 11-17): «¿Qué me importa la abundancia de vuestros sacrificios? -dice el Señor-. Estoy harto de holocaustos de carneros, de grasa de cebones; (...) No me traigáis más inútiles ofrendas (...) Novilunios, sábado y reuniones sagradas: no soporto iniquidad y solemne asamblea. (…) Dejad de hacer el mal, aprended a hacer el bien. Buscad la justicia, socorred al oprimido, proteged el derecho del huérfano, defended a la viuda».

En realidad, se puede ir más allá. La crítica de la reducción de la religión al respeto legalista de los preceptos no pertenece sólo a la tradición del profetismo bíblico, sino que recorre toda la historia del judaísmo, tanto en literatura talmúdica como en la cabalística. Por ejemplo, el rabino Adin Steinsaltz ha recordado un pasaje del Talmud en el que, interrogándose sobre por qué el Segundo Templo fue destruido precisamente mientras el pueblo observaba de modo irreprensible los preceptos y estudiaba intensamente la Toráh, se observa que «Jerusalén fue destruida únicamente porque allí se seguía escrupulosamente la ley de la Tora». Steinsaltz apunta que «esta fórmula incómoda es compleja: el pueblo de Jerusalén ha sido castigado porque no juzgaba más que en estricta conformidad con las leyes de la Toráh y no practicaba la indulgencia. Lo cual significa que, aunque las leyes existentes pesen sobre cada uno, hay razones para atenuar, en ciertos casos, su rigor aplicando la misericordia. Si aquellos que tienen el poder de pronunciar los juicios no actúan con medida, su comportamiento anuncia la cercanía de la destrucción».

Me he detenido en este punto, sin tocar otros muchos que afronta el libro de Benedicto XVI, no sólo por razones de espacio, sino porque interpela la reflexión judía sobre un punto central. Si es verdad que, después del año 70, nace una lectura rabínica de la Toráh que lee «el canon de los escritos bíblicos como revelación de Dios sin el mundo concreto del culto del templo», y esta es la que se presenta como interlocutora del cristianismo, no creo que se pueda decir que, después de Jesús, del judaísmo «sólo ha sobrevivido el fariseísmo».

La vitalidad del judaísmo, antes y después de la caída del Templo, se ha alimentado constantemente de la dialéctica entre la lectu ra legalista de la Toráh y la exploración del tema de la redención en términos universalistas, o el volver a proponerse la temática característica del profetismo. El fin de esta dialéctica marcaría una dramática esterilización del judaísmo y la pérdida del sentido de su misión. Con este judaísmo vivo el diálogo puede dar frutos.

Leyendo el libro de Benedicto XVI vuelve a la mente el recuerdo de quienes ya habían identificado en las comunes raíces teológicas y espirituales el camino para superar siglos de incomprensiones. Así, surge reflexionar sobre un libro publicado hace cincuenta años por un intelectual judío francés, Robert Aron (hermano de Raymond), que lleva por título: Les années obscures de Jésus, en el que el autor exploraba los años de Jesús que el relato evangélico dejó en sombra. En la espiritualidad de la oración judía que Jesús conoció desde niño, Aron buscaba las raíces del mensaje del que sería portador: «¿Acaso es posible que cada día, también hoy, los judíos pronuncien oraciones que han marcado el inicio del movimiento religioso más difundido del mundo? ¿Es posible que gran número de judíos y la casi totalidad de los cristianos ignoren esta permanencia y no hayan meditado en ella? ¿Cómo es posible que los creyentes, cualquiera que sea su religión, no se obsesionen con un misterio semejante que persiste después de muchos otros misterios?».

Para Aron fue un gran estímulo la visita a la sinagoga de Livorno en la que se le perfiló la imagen de un gran rabino cabalista, impregnado de universalismo profético, Elías Benamozegh. Sería necesario releer el libro Israel y la humanidad de Benamozegh para darse cuenta de cuánta confianza se podía tener en el diálogo ya hace un siglo: «No hay un judío digno de este nombre que no se alegre de la gran transformación llevada a cabo por el cristianismo en un mundo que en otros tiempos estaba manchado por tantos errores y miserias morales. Por lo que atañe a nosotros, nunca hemos escuchado de labios de un sacerdote los salmos de David sin experimentar esos sentimientos. Nunca nos ha dejado indiferentes la lectura de ciertos pasajes de los Evangelios: la sencillez, la grandeza, la ternura infinita que respiran estas páginas nos conmovían hasta el fondo del alma. Tenemos conciencia de que somos tanto más judíos cuanto más hacemos justicia al cristianismo».

Es una confianza que puede ser contagiosa, como lo atestigua un documento que encontré entre los papeles de mi padre Saúl, que fue amigo de Aron: la copia de una carta que Charles De Gaulle envió al autor en 1960, después de leer el libro. Escribía: Voilà qui est profond, humain et religieux! Voilà qui montre comment et pourquoi ce que l’on pourrait croire si différent et si éloigné est, au fond, très semblable et très proche! Voilà qui fait voir et sentir qu’il n’y a qu’un Dieu, partout où est Dieu!

Lamentablemente, el camino resulta difícil por el hecho de que hoy las religiones afrontan un amenazador renacimiento de la idolatría cuyos enormes peligros indicaba ya Aron: «Hasta donde podemos imaginar, por un lado o por otro, los cristianos y los judíos, y tal vez también personas no creyentes, no se ven amenazados de la misma manera por la nueva idolatría y por la profanación del mundo (...); mientras la guerra entre las religiones reveladas, y tal vez también entre los humanismos laicos, prevalezca sobre la lucha que han de librar conjuntamente contra el enemigo de siempre y de ahora, Jesús permanecerá en la cruz e Israel seguirá amenazado por las naciones».

Es una amenaza que hoy tiene muchos perfiles, entre ellos el de un reduccionismo cientista que arruina la riqueza de la razón humana. Este es un tema central en el pensamiento de Benedicto XVI, que vuelve a aparecer con fuerza en un pasaje particularmente profundo de su libro. Es cuando el autor se refiere a la creencia de que el código genético permite descifrar el secreto de la creación, el lenguaje de Dios, y comenta: «Por desgracia no es todo el lenguaje. La verdad funcional sobre el hombre se ha hecho visible. Pero la verdad sobre él mismo —sobre quién es, de dónde viene, para qué finalidad existe, qué es el bien o el mal— esa, lamentablemente, no se puede leer de ese modo. El creciente conocimiento de la verdad funcional parece, más bien, ir acompañado de una creciente ceguera de “la verdad” misma por la pregunta sobre lo que es nuestra verdadera realidad y lo que es nuestra verdadera finalidad».

He querido concluir con esta cita, porque también este es un tema que puede unir a judíos y cristianos. De hecho, como decía un gran pensador judío, Gershom Scholem, «un judaísmo vivo, cualquiera que sea su concepción de Dios, no puede no oponerse resueltamente al naturalismo».