MADRID, martes 24 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- La cultura de la mentira se ha instalado en el poder y en muchas relaciones humanas. De tal manera que hoy nadie se fía de nadie. Se está a la defensiva y la convivencia social se ha distorsionado por falta de veracidad. La palabra humana ha perdido todo valor y la manipulación del lenguaje es el arte de la posmodernidad donde hablar de verdad objetiva, absolutamente independiente del yo, es evocar los espíritus de la intolerancia.
Se extrae como consecuencia que el mejor camino para una “sociedad sana” es situarse en el puro relativismo, donde todas las opiniones tengan el mismo valor. Es más, el valor de “cualquier verdad” viene determinado por el número de votantes, el de acceso o visitas en Internet o el consenso conseguido. Con esto se parte de una falacia: “que la verdad es producto del hombre”. Esta es la gran mentira que, con apariencia de verdad y orientada egoístamente, trata de instrumentalizar al hombre y en definitiva a anularlo. En el lado opuesto están la verdad y la veracidad que fundamenta y da vigor al derecho, a la libertad, a la justicia, a la paz
La verdad es la luz de la inteligencia humana. Para el creyente la fuente suprema de esa luz es Dios que en ningún caso contradice la más pequeña partícula de cualquier verdad. Por eso no hay oposición entre la verdad racional y la fe cristiana, de ahí que ciencia y religión no se enfrentan, como nos quiere hacer ver los laicistas, sino que se comprenden mutuamente y cooperan en la búsqueda del bien del hombre y de la sociedad.
La veracidad en sentido amplio es el amor a la verdad. Es la virtud que inclina a decir siempre la verdad y manifestarse al exterior tal y como se es interiormente. Requiere la sencillez de corazón y la fidelidad para cumplir lo prometido. La verdad hay que decirla con nobleza y caridad. Igualmente, demanda la prudencia para decir las cosas en el momento oportuno y a quien corresponde, para que seamos comprendidos correctamente. También, porque la otra persona puede no estar en disposición, por diversas circunstancias, a la aceptación de la verdad.
Por amor al otro hay momentos que es mejor guardar silencio y esperar la maduración de los acontecimientos. De esto, no se debe concluir que sea lícito mentir. Nunca mezclar lo falso con lo verdadero para encubrir el engaño con apariencia de verdad que tiene diversos rostros: simulación, hipocresía, falsa humildad, adulación, charlatanería, demagogia. Toda mentira destruye a la persona y a la comunidad, porque como dice la Escritura: “guárdate de mentir, y de añadir mentiras a mentiras, que eso no acaba bien” (Eclo 20,27). En cambio, la verdad da a la persona firmeza y solidez y emprende de modo casi natural el sendero de la paz. Por eso, hemos de ser veraces con Dios, con nosotros mismos y con los demás. El camino de la veracidad exige sacrificios, renunciar y constancia.
Suscitar buenos y honrados ciudadanos demanda educar en la verdad. Ello comienza con unos planes de estudios y enseñanzas que alcance a todos los sectores, que huyendo del cualquier sectarismo, contemple la verdad del hombre en su totalidad. Se continua con el testimonio trasparente de los representantes de las instituciones. Teniendo presente, que cuando priman más los intereses partidistas que el bien común de la sociedad, entonces la cultura de la mentira lo domina todo, corrompiendo a la clase política y dañando la convivencia pacífica de un país. Esta regeneración en la verdad ha de darse también en el seno familiar, social y cultural.
Padres coherentes son aquellos que saben trasmitir a sus hijos con tacto y bondad que los seres humanos nos realizamos no buscando “el sol que más calienta”, sino amando la verdad y compartiéndola con los otros. Políticos fidedignos son aquellos que han hecho de la “cosa pública” no el “arte de lo posible”, sino el servicio en la búsqueda del bien de sus conciudadanos y de un mañana mejor para todos, sin acepción de personas. Mostrándose siempre veraz y cercano como servidores públicos que son. Cuando esto se olvida, es fácil que con artificios engañosos surjan “respuestas mesiánicas” que engatusa a la multitud con el deseo de ejercer la autoridad, que el final resultaría más cruel que la de cualquier tirano. Por eso mismo, hoy a todos los niveles tiene máxima actualidad las palabras de Jesús: “la verdad os hará libres” (Jn 8,32).
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*Monseñor Juan del Río Martín es el arzobispo castrense de España