OVIEDO, viernes 6 de mayo de 2011 (ZENIT.org) -Publicamos el comentario al Evangelio del tercer domingo de Pascua (Juan 24,13-35), 8 de mayo, redactado por monseñor Jesús Sanz Montes, ofm arzobispo de Oviedo.
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Es uno de los evangelios pascuales más hermosos, y en el que más fácilmente nos podemos reconocer. Emaús es un nombre que aparece en nuestro mapa biográfico. Dos discípulos desencantados y abrumados por los acontecimientos de los últimos días, deciden fugarse de aquella intragable realidad. Emaús no era Jerusalén, estaban en direcciones diversas y con diverso significado. En ese camino fugitivo y huidizo, les esperaba el Señor. Él va reuniendo su comunidad tan dispersa y asustada. A cada uno lo encontrará en su drama y en su evasión: llorando a la puerta del sepulcro, a María Magdalena; en el cenáculo escondidos por miedo a los judíos, a la mayoría de los discípulos; y camino de Emaús, a nuestros dos protagonistas de este domingo.
La maravillosa narración de Lucas nos pone ante uno de los diálogos más bellos e impresionantes de Jesús con los hombres. Efectivamente, Él se encuentra con dos personas que acaso habían creído y apostado por tan afamado Maestro… pero a su modo, con sus pretensiones y con sus expectativas liberacionistas para Israel, como deja entrever el Evangelio de hoy. Pero el Hijo del hombre no se dejaba encasillar por nada ni por nadie, y actuó con la radical libertad de quien solo se alimenta del querer del Padre y vive para el cumplimiento de su Hora.
Y entonces interviene Jesús en una ejemplar actitud de acompañar y enseñar a esta pareja de «alejados»: les explicará la Escritura y les partirá el pan, narrando la tradición de todo el Antiguo Testamento que confluye en su Persona, en quien vino como pan partido para todas las hambres del corazón humano.
Finalmente se les abrieron los ojos a los dos fugitivos hospederos de Jesús en el atardecer de su escapada, y pudieron reconocerlo. Es interesante el apunte cargado de sinceridad: «¿no ardía nuestro corazón mientras nos hablaba?». Les ardía, pero no le reconocían; les ocurría algo extraño ante tan extraño viajero, pero no le reconocían. Bastó que se les abrieran los ojos para descubrir a quien buscaban, sin que jamás se hubiera ido de su lado. Y bastó simplemente esto para escuchar a quien deseaban oír, sin que jamás hubiera dejado de hablarles. Dios estaba allí, Él hablaba allí. Eran sus ojos los que no le veían y sus oídos los que no le escuchaban.
Volvieron a Jerusalén, en viaje de vuelta, no para huir de lo que no entendían, sino para anunciar lo que habían reconocido y comunicárselo a los demás, que en un cenáculo cerrado a cal y canto habían encontrado su particular Emaús. Entonces como ahora, en aquellos como en nosotros. Desandar nuestras fugas, abrirse nuestros ojos, y ser misioneros de lo que hemos encontrado.