CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 14 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- La propuesta no es nueva. Ya en 2006, el «San Francisco Chronicle» publicó una intervención del premio Nobel de economía Gary Becker -recogida después por «The New York Times» y por «The Wall Street Journal»- en la cual se pedía la apertura de un mercado legal para la venta de órganos humanos. La solicitud no sólo nacía de la conciencia de la difusión del turismo de trasplantes, sino también de la consideración de que un acto desesperado del cual antes se sentía vergüenza -la compra clandestina de un riñón o de un hígado por el temor a no sobrevivir a las largas listas de espera americanas- era ya sustancialmente un comportamiento socialmente aceptado. Recientemente Jessica Pauline Ogilvie, en las páginas de «Los Angeles Times», deseaba la legalización del mercado de riñones: si fuera legal venderlos y comprarlos, muchas personas pobres tendrían de qué vivir y muchos enfermos resolverían sus problemas.
El debate es candente. Ante un consenso pleno e informado, con toda la asistencia médica necesaria antes y sobre todo después de la extracción, y a la luz del incontrovertible dato de que, guste o no, el fenómeno se ha vuelto ya una realidad generalizada, muchos -incluyendo algunos médicos- creen que la compraventa de riñones se debería legalizar. Por lo demás, cuanto más se orientan las democracias occidentales hacia la autodeterminación del individuo en las decisiones relativas a la salud y la vida, tanto más verosímil es que pronto se superarán los obstáculos jurídicos a nivel de principios.
Quienes están en contra objetan que un mercado de este tipo beneficiaría solo a los ricos; que excluyendo la donación se llegaría a determinar una forma de esclavitud moderna; que es una mentira jurídica hablar de consenso pleno y libre frente a la desesperación que te induce a vender una parte de ti mismo; que una donación comercial legalizada tendría un impacto negativo sobre la donación voluntaria de órganos de cadáveres, que representa en cambio la fuente principal de recursos en muchos países. También Giuseppe Remuzzi, médico italiano especialista en trasplantes, aun reconociendo la desesperación de muchos, ha escrito en el «Corriere della Sera»: «No podemos aceptar que haya compraventa de órganos, ni siquiera regulada por la ley».
Compartiendo plenamente la oposición a este tipo de comercio, el problema moral no es tanto el del vendedor. En la historia humana, las personas desesperadas han llevado a cabo una triste gama de gestos desesperados para salvarse a sí mismas y a sus seres queridos. Si la ciencia médica permite hoy superar las fronteras de lo imaginable, la razón de fondo es la misma: la desesperación loca impulsada por la pobreza. Y sociedades que «legitiman» esta desesperación son sociedades incapaces de defender a sus ciudadanos.
Ahora bien, el problema más grave es imputable al comprador. Más allá de cualquier otra consideración, de hecho el núcleo de la cuestión reside aquí: ¿estamos realmente dispuestos a aceptar que una persona compre la salud, o que se salve la vida, comprando piezas de recambio del cuerpo de otro?
La sospecha de que sociedades abiertas a este mercado sean, de hecho, sociedades caníbales es dramática y real.
Por Giulia Galeotti, publicado en L’Osservatore Romano