España: obispos advierten sobre una ley que “abre la puerta” a la eutanasia

Carta pastoral de los obispos aragoneses

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ZARAGOZA, viernes 6 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- Este miércoles 4 de mayo, se hizo pública la carta pastoral «Sólo Dios es el Señor de la Vida», del episcopado de las diócesis aragonesas (España), que puede leerse en la página web de ZENIT, sección Documentos (www.zenit.org/article-39172?l=spanish).

Los obispos publican la carta, firmada el 24 de abril, con ocasión de la promulgación por parte del gobierno autonómico aragonés de la «ley de derechos y garantías de la dignidad de la persona en el proceso de morir y de la muerte».

Denuncian que esta ley permitiría de facto la aplicación de la eutanasia, además de que «no considera el derecho de los profesionales de la Sanidad a la objeción de conciencia».

Las cortes de Aragón aprobaron el 24 de marzo pasado la citada norma, abreviada por los medios como «ley de muerte digna».

Aragón es la segunda comunidad autonómica, tras Andalucía, que aprueba una norma en una materia que será objeto de una ley estatal del Gobierno central. Sin esperar a la misma, han empezado a legislar los gobiernos autonómicos, dando lugar a posibles diferencias entre españoles en cuanto al ejercicio de sus derechos en el itinerario del fin de la vida.

Los obispos aragoneses, en primer lugar, plantean dudas sobre la necesidad y finalidad de esta ley. Afirman que las leyes sanitarias existentes, las directrices y orientaciones de las sociedades médicas y científicas, y el compromiso diario de los profesionales sanitarios en favor del enfermo están siendo suficientes en la práctica diaria para resolver los dilemas que pueden plantearse.

Subrayan como positiva la petición de la ley de mejorar la atención a los enfermos en la fase terminal y a sus familias, incluida la fase del duelo, así como la petición de una mejor dotación en medicina paliativa, hospitalaria y domiciliaria.

Peligro de eutanasia encubierta

Pero cabría temer –advierten- que esta ley «pudiera proteger acciones de eutanasia encubierta, por abandono terapéutico o sedación final inadecuada, así como también obligar a los médicos y personal sanitario a realizar o a colaborar en acciones contrarias a los principios éticos fundamentales y al verdadero fin de la medicina. Por lo menos, da la sensación de poder abrir la puerta a ello».

Afirma la ley que todos los seres humanos tienen derecho a vivir dignamente, que el morir del hombre pertenece a su vida y que, por tanto, su dignidad ha de ser reconocida y atendida en esa etapa final de su vida.

«Es un principio irrenunciable con el que estamos plenamente de acuerdo», dicen los obispos pero se preguntan: «En qué consisten la entidad y el valor de la vida humana? ¿Qué significa su dignidad y qué reclama su respeto y su cuidado médico en la etapa final?».

“A cada ser humano, desde la concepción hasta la muerte natural, se le debe reconocer la dignidad de persona”, recuerdan con el magisterio de la Iglesia católica. Por ello, reiteran que «la vida humana es siempre un bien inviolable e indisponible. Su valor fundamental lo expresa y tutela el mandamiento ‘no matarás’. Ninguna excepción cabe ante esta norma moral».

«La acción de quitar la vida intencionalmente a alguien es, pues, siempre inmoral. No caben excepciones. Es siempre y en toda circunstancia gravemente inmoral porque la vida es un bien tan nuclear en la persona que ningún otro bien puede ser puesto en la balanza para justificar la eliminación de alguien inocente», subrayan.

En este sentido, recuerdan que «el fin de la medicina y, por tanto, de toda acción médica, es el bien del enfermo», que incluye una verdadera relación médico-enfermo no meramente técnica, sino «profundamente humana». «Es el encuentro de una confianza con una conciencia».

«Considerar al enfermo sólo desde el punto de vista técnico impediría descubrir la respuesta a las preguntas más importantes para él, aquellas que le permitirán vivir de modo verdaderamente digno tanto la enfermedad grave como el morir», aseguran los prelados.

«Tanto el médico como el paciente deben ser libres de tomar decisiones sobre la base del conocimiento de los datos y, por supuesto, desde la fidelidad a la verdad del ser humano. Uno y otro son agentes moralmente responsables. Así pues, ninguno de los dos debe imponer al otro sus propios valores», advierten.

«La última decisión sobre las posibles acciones diagnósticas y terapéuticas corresponde al enfermo», quien tiene derecho a un consejo de aquellos que «tienen verdadera sabiduría para hacerlo y están puestos para ello».

¿Puede una persona dejar de serlo y quedar sólo con vida biológica?, se preguntan los prelados. Y responden con palabras del beato Juan Pablo II, que “el valor intrínseco y la dignidad personal de todo ser humano no cambian, cualesquiera que sean las circunstancias concretas de su vida. Un hombre, aunque esté gravemente enfermo o impedido en el ejercicio de sus funciones superiores, es y será siempre un hombre. Jamás se convertirá en un vegetal o en un animal”.

«Todo ser humano es persona –afirman–. Persona es el modo propio de ser de cada ser humano, no una cualidad añadida que el ser humano adquiere y puede éste perder».

Por otra parte, subrayan, «la persona es, desde el primer instante de su existencia, esencialmente relacional». Por lo cual, «la persona se realiza, de acuerdo con su dimensión social, en su existir desde el otro y para el otro».

Por ello, cuando la entidad, el valor y la dignidad de una persona no se pueden percibir, entonces es necesario hacer más patentes la entidad, el valor y la dignidad de tal persona

mediante un comportamiento hacia ella, basado «en el más vivo respeto y en la más fina caridad».

«Calidad de vida» y «falsa piedad»

Advierten los pastores aragoneses de los peligros del uso de la expresión «calidad de vida» y la mentalidad equívoca que tal expresión encierra.

El que alguien se haya convertido en una «carga» para los otros o para sí mismo, por su grave deterioro físico o mental, «no significa que su vida no valga la pena de ser vivida, que sea una vida sin valor vital», aseveran. Su mera existencia reta a la medicina «a descubrir ayudas y terapias adecuadas para el enfermo».

Por ello declaran que «abandonarle a su suerte o eliminarle, escudados en una falsa piedad» es «una gravísima injusticia de los fuertes hacia los más débiles». «¿Quién tiene autoridad legítima para decidir que alguien no tiene derecho a existir?», se preguntan.

«La primera y fundamental condición para poder vivir el morir con dignidad es saber que uno está a las puertas de la muerte. La segunda condición es el compromiso de no dejar solo al enfermo ni sola a su familia», señalan los obispos.

Se muestran contrarios a la «conspiración del silencio», el ocultar al enfermo la verdad de lo que le sucede por parte de cuantos le rodean. «El enfermo tiene derecho a conocer la verdad de su situación, salvo que conscientemente renuncie a ello o haya sospecha fundada de que va a ser perjudicial para él».

La información al paciente, señalan, no es un mero requisito legal que se cumple aprisa porque resulta incómodo dar malas noticias. La información médica «ha de ser una comunicación personal continuada que se inicia desde la primera visita médica».

Un adecuado concepto de la legítima autonomía del paciente ha de armonizarse con el reconocimiento del profesional sanitario como sujeto moral responsable: «Lo que se ofrece al paciente en la atención sanitaria son acciones médicas intrínsecamente morales, no acciones técnicas éticamente neutras», afirman.

Recuerdan el artículo 18, 2 de la ley, que dice que “todos los profesionales sanitarios implicados en la atención del paciente tienen la obligación de respetar los valores, creencias y preferencias del paciente en la t
oma de decisiones clínicas, […] debiendo abstenerse de imponer criterios de actuación basados en sus propias creencias y convicciones personales, morales, religiosas o filosóficas”.

Derecho a la objeción de conciencia

Señalan también que el profesional sanitario no es un mero eslabón de una cadena o engranaje en el centro médico sino «un sujeto moral personalmente responsable de sus acciones».

Por ello, «la libertad de conciencia es un derecho humano fundamental», afirman indicando que «existen el derecho y el deber a la objeción de conciencia cuando el profesional se ve obligado a colaborar en una acción intrínsecamente injusta».

Denuncian que «la  presente ley no considera el derecho de los profesionales de la Sanidad a la objeción de conciencia, lo que supone una grave carencia de la misma».

Los prelados ofrecen un principio claro del magisterio: «ni acortar intencionadamente la vida ni retrasar indebidamente la muerte». Recuerdan «la obligación moral de curarse y de hacerse curar». Afirman también que «es éticamente relevante distinguir entre enfermedad crónica y enfermedad en fase terminal».

En el primer caso, hay que asistir al paciente y a su familia para que puedan vivir bien la
enfermedad. En el segundo, hay que asistir al enfermo y a su familia para que aquél y ésta puedan vivir éticamente el morir.

Cuando el paciente se encuentra ante la inminencia de una muerte inevitable, afirman, “es lícito en conciencia tomar la decisión de renunciar a unos tratamientos que procurarían únicamente una
prolongación precaria y penosa de la existencia, pero no interrumpiendo los cuidados normales debidos al enfermo en casos similares”

«La renuncia a medios extraordinarios o desproporcionados no equivale al suicidio o a la eutanasia, sino que expresa, más bien, la aceptación de la condición humana ante la muerte” por lo que «no es obligatoria ni por otra parte parece aceptable moralmente una conducta médica de obstinación terapéutica que mantuviera medios desproporcionados o extraordinarios».

Subrayan que a un paciente en estado vegetativo permanente se le deben proporcionar los cuidados ordinarios, como la alimentación y la hidratación, aunque hayan de procurarse por medios artificiales (por sonda).

«La falta de esperanzas fundadas de recuperación en estos enfermos no puede justificar éticamente el abandono terapéutico o la interrupción de los cuidados normales al paciente, incluidas la alimentación y la hidratación». «Ello equivaldría a una acción de eutanasia por omisión», afirman.

Señalan que es éticamente importante distinguir entre medios de conservación de la vida y cuidados normales: «Los tratamientos médicos pueden ser retirados o no iniciados cuando no son útiles para la salud relativa del enfermo. Los cuidados, incluidas la alimentación y la hidratación artificiales, han de ser mantenidos siempre, porque siempre son debidos a la dignidad incondicional de la persona enferma».

No toda sedación es siempre buena

Dedican un último punto del documento a afrontar el tratamiento del dolor y la sedación paliativa.

Constatan que un avance de la medicina actual es la capacidad para tratar el dolor. La posibilidad de eliminarlo o de aliviarlo, dicen, «es un beneficio para el enfermo que ha de ser utilizado eficazmente», aunque «la ausencia de dolor no es el fin supremo que justifica el uso de cualquier medio para alcanzarlo».

La  sedación, por tanto, no es moralmente mala en sí misma, ahora bien «no toda acción de sedar es siempre buena. Puede ser médica o éticamente mala».

«Atenuar o impedir temporalmente las funciones humanas superiores sólo puede estar justificado por razón de un bien suficientemente alto para el propio sujeto, no por razón de un bien para terceros, sean éstos familiares, cuidadores o sanitarios», afirman.

«Por tanto, la sedación paliativa habrá de ser siempre el  último recurso de una terapéutica adecuada; deberá estar médicamente indicada actualmente para cada caso particular; y la indicación habrá de ser revisada y justificada periódicamente.

Deberá contar con el consentimiento informado del paciente, lo más actualizado posible. Para aplicar la sedación paliativa de forma  permanente e irreversible, la justificación médica y ética deberá ser mucho más estricta y quedar restringida a la fase de agonía».

Catalogar la sedación paliativa de “derecho del paciente” del modo como lo hace el artículo 14 de la presente ley, les parece a los obispos que permite abrir la puerta a acciones de eutanasia. En este artículo se equiparan “situaciones graves e irreversibles”, “situaciones terminales” y “situaciones de agonía”.

Y advierten que «un enfermo –por ejemplo– tetrapléjico, o con parálisis cerebral, o con Parkinson; un anciano con demencia senil, no están en fase terminal ni en agonía». «La diferencia es de gran relevancia ética», reiteran.

Por otra parte, añaden, «no puede afirmarse –como hace esta ley– que ‘el rechazo del tratamiento, la limitación de medidas de soporte vital y la sedación paliativa (…) nunca buscan deliberadamente la muerte, sino aliviar o evitar el sufrimiento, respetar la autonomía del paciente y humanizar el proceso de la muerte’”.

«El rechazo del tratamiento, su retirada y la sedación paliativa pueden y deben buscar esto último, y en ese caso son acciones legítimas si cumplen las condiciones, pero también pueden buscar
provocar la muerte”.

“Se conocerá cuál es la clase de acción moral realizada a la luz de la intención del sujeto agente o por la falta de indicación médica o por los tipos o las dosis de fármacos utilizados. En ese caso la acción moral realizada será eutanasia, siempre gravemente inmoral”, añaden.

Por ello, no se puede afirmar –como hace esta ley en su Preámbulo– que “ninguna de estas prácticas puede ser considerada contraria a una ética basada en la idea de dignidad y en el respeto a la Declaración Universal de los Derechos Humanos”, advierten los obispos.

Pueden ser prácticas éticamente correctas, pero también pueden no serlo. En este sentido, afirman, «es insuficiente la definición restrictiva de eutanasia que recoge esta ley en la parte II de su Preámbulo y con la cual persigue no sean etiquetadas de eutanasia acciones que sí lo son».

«Las acciones realizadas intencionalmente para causar la muerte del enfermo y así evitarle sufrimientos –por acción positiva o por acción de omisión–, aunque se sumen a la causa de la enfermedad presente, han de calificarse de eutanasia. Y esto aunque esa enfermedad fuera a llevar al enfermo inevitablemente a la muerte en breve o a largo plazo», subrayan.

«Se califica moralmente no el resultado final, sino la acción intencional que la persona realiza libremente», afirman y concluyen que «la ley por sí sola no basta para garantizar la rectitud de la conducta moral».

Por Nieves San Martín 

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ZENIT Staff

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