CIUDAD DEL VATICANO, lunes 16 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- Ofrecemos a continuación el discurso que el Papa Benedicto XVI dirigió el pasado sábado 14 de mayo a los participantes en la Asamblea Ordinaria del Consejo Superior de las Obras Misionales Pontificias.
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Señor cardenal,
venerados hermanos en el Episcopado y en el sacerdocio,
queridos hermanos y hermanas:
En primer lugar quiero expresar un cordial saludo al nuevo prefecto de la Congregación para la Evangelización de los Pueblos, monseñor Fernando Filoni, al que agradezco de corazón las palabras que me ha dirigido en nombre de todos. A esto añado un deseo ferviente de ministerio fructífero. Al mismo tiempo, expreso mi profunda gratitud al cardenal Ivan Dias por el servicio ejemplar y desinteresado que ha realizado en la Congregación misionera y en la Iglesia universal en todos estos años. Que el Señor siga guiando con su luz a estos dos trabajadores fieles en su viña. Saludo al secretario monseñor Savio Hon Tai-Fai, al vicesecretario monseñor Piergiuseppe Vacchelli, presidente de las Obras Misionales Pontificias, a los colaboradores de la Congregación y a los directores nacionales de las Obras Misionales Pontificias, llegados a Roma desde las diversas Iglesias particulares para la Asamblea General del Consejo Superior. Una cálida bienvenida a todos.
Queridos amigos, con vuestra preciosa obra de animación y cooperación misionara “convocáis al Pueblo de Dios a desempeñar con decisión su compromiso en la Misión ad gentes» (Exhort. ap. Verbum Domini, 95), para anunciar la «gran esperanza», «ese Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el final, a cada uno y a la humanidad en su conjunto» (Enc. Spe salvi, 31).
Nuevos problemas y nuevas esclavitudes emergen en nuestro tiempo, tanto en el llamado primer mundo, rico pero incierto sobre su futuro, como en los Países emergentes donde también, a causa de una globalización marcada por la ganancia, acaban por aumentar las masas de los pobres, emigrantes y oprimidos, en quienes se debilita la luz de la esperanza.
a Iglesia debe renovar constantemente su compromiso de llevar a Cristo, de prolongar su misión mesiánica para el advenimiento del Reino de Dios, Reino de justicia, de paz, de libertad y de amor. Transformar al mundo según el proyecto de Dios, con la fuerza renovadora del Evangelio, “para que Dios sea todo en todos” (1Cor 15,28) es tarea del entero Pueblo de Dios.
Es necesario continuar con renovado entusiasmo la obra de evangelización, el anuncio gozoso del Reino de Dios, venido en Cristo en la potencia del Espíritu Santo para conducir a los hombres hacia la verdadera libertad de los hijos de Dios, contra toda forma de esclavitud. Es necesario lanzar las redes del Evangelio en el mar de la historia para conducir a los hombres hacia la tierra de Dios.
“La misión de anunciar la Palabra de Dios es tarea de todos los discípulos de Cristo, como consecuencia de su bautismo”, (Exhort. ap. Verbum Domini, 94). Pero para que se de un decidido compromiso en la evangelización se hace necesario que cada cristiano, así como las comunidades, crean verdaderamente que “la Palabra de Dios es la verdad salvífica de la que cada hombre en cada tiempo tiene necesidad” (ibid., 95). Si ésta convicción de fe no está profundamente arraigada en nuestra vida no podremos experimentar la pasión y la belleza de anunciarla.
En realidad cada cristiano debería hacer propia la urgencia de trabajar para le edificación del Reino de Dios. Todo en la Iglesia está al servicio de la evangelización: cada sector de su actividad y también cada persona, en las varias tareas que está llamada a realizar. Todos, deben ser partícipes de la misión ad gentes: Obispos, presbíteros, religiosos y religiosas, laicos. “Ningún creyente en Cristo puede sentirse extraño a esta responsabilidad que proviene de la pertenencia sacramental al Cuerpo de Cristo” (ibid., 94). Por lo tanto, se debe prestar especial cuidado para garantizar que todas las áreas de la pastoral, de la catequesis, de la caridad se caractericen por la dimensión misionera: la Iglesia es misión.
Una condición fundamental para el anuncio es dejarse aferrar completamente por Cristo, Palabra de Dios encarnada, porque solo quien, con atención, escucha al Verbo encarnado que está íntimamente unido a El, puede anunciarlo (cfr ibid., 51; 91). El mensajero del Evangelio debe permanecer bajo el dominio de la Palabra y alimentarse de los Sacramentos, linfa vital de la que dependen la existencia y el ministerio misionero. Por ello sólo radicados profundamente en Cristo y en su Palabra se puede ser capaz de no ceder a la tentación de reducir la evangelización a un proyecto puramente humano, social, escondiendo o callando la dimensión trascendente de la salvación ofrecida por Dios en Cristo. Es una palabra que debe ser testimoniada y proclamada de forma explícita, porque sin un testimonio coherente esta es menos comprensible y creíble. Aunque a menudo nos sentimos inadecuados, pobres, incapaces, mantenemos siempre la certeza en el poder de Dios, que pone su tesoro en ‘vasos de barro’ precisamente para que se vea que es Él quién actúa a través de nosotros.
El ministerio de la evangelización es fascinante y exigente: requiere del amor por el anuncio y el testimonio, un amor total que puede verse marcado hasta por el martirio. La Iglesia no puede faltar en su misión de llevar la luz de Cristo, de proclamar el feliz anuncio del Evangelio, aún si ello comparta la persecución.(cfr Exhort. ap. Verbum Domini, 95). Es parte de su misma vida, como lo ha sido para Jesús. Los cristianos no deben sentir temor, aunque “sean actualmente el grupo religioso que sufre el mayor número de persecuciones a causa de la propia fe”. (Mensaje para la Jornada Mundial de la Paz 2011, 1). San Pablo afirma que “ni la muerte ni la vida, ni los ángeles ni los principados, ni lo presente ni lo futuro, ni las potestades ni la altura, ni la profundidad ni otra criatura alguna podrá separarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús Señor nuestro” (Rm 8,38-39).
Queridos amigos, os agradezco el trabajo de animación y formación misionera que como directores nacionales de las Obras Misionales Pontificias, desarrolláis en vuestras Iglesias locales. Las Obras Misionales Pontificias que mis Predecesores y el Concilio Vaticano II han promovido y alentado (cfr Ad Gentes, 38) permanecen como un instrumento privilegiado para la cooperación misionera y para un provechoso intercambio del personal y de los recursos financieros entre las Iglesias.
No se debe olvidar el apoyo que las Obras Misionales Pontificias ofrecen a los Colegios Pontificios, en Roma, donde elegidos y enviados por sus Obispos, se forman sacerdotes, religiosos y laicos para las Iglesias locales de los territorios de misión.
Vuestra obra es preciosa para la edificación de la Iglesia, destinada a ser la “casa común” de toda la humanidad. El Espíritu Santo, protagonista de la Misión, nos guíe y nos sostenga siempre, con la intercesión de María, Estrella de la evangelización y Reina de los Apóstoles. A todos vosotros y a vuestros colaboradores imparto mi Bendición Apostólica.
[Traducción distribuida por la agencia Fides
©Libreria Editrice Vaticana]