Benedicto XVI y Venecia: En el agua del mundo

Por Giovanni Maria Vian

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CIUDAD DEL VATICANO, sábado, 14 de mayo de 2011 (ZENIT.org).- Publicamos el análisis de Giovanni Maria Vian, director de «L’Osservatore Romano», sobre la visita de Benedicto XVI a Aquilea y Venecia, realizada entre el 7 y el 8 de mayo.

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Todas las visitas papales son ocasiones evidentes y privilegiadas de encuentro entre el Sucesor de Pedro y las comunidades católicas que lo invitan para ser confirmadas en la fe. Su significado y, sobre todo, las palabras que el Obispo de Roma elige pronunciar van, en cambio, mucho más allá de los confines dentro de los cuales los viajes se llevan a cabo. Como ha sucedido también en la visita a Aquileya y Venecia, donde la esmerada preparación, pero también la historia misma de la antigua provincia eclesiástica, han permitido a Benedicto XVI ampliar su mirada a todo el noreste italiano y, más allá, a la gran región de Europa que, en comunión con la sede romana, dependía de Aquileya.

El viaje véneto del Papa permanecerá así más allá de una serie de imágenes sugestivas y bellísimas. Las de los antiguos mosaicos de la basílica de Aquileya, espléndidos testimonios del encuentro entre la fe cristiana y la cultura tardo-antigua, y del gran palco, originalísimo, situado en San Julián, a orillas de la laguna. Además, sobre todo, la fiesta tan colorida que acogió con simpatía del todo veneciana a Benedicto XVI en el recorrido por el canal de Cannaregio y, obviamente, por el Gran Canal. Hasta el «río de luz» descrito por el joven Luciani cuando lo envolvió el esplendor de oro de San Marcos, donde brilla con pequeñas luces rojas la gran cruz en el centro de la basílica.  

Benedicto XVI habló, pues, a los católicos de esta «tierra bendita» a cuya historia rindió homenaje, recordando en especial a los tres patriarcas elegidos en el siglo XX a la cátedra de Pedro: Pío X, el último Papa santo; Juan XXIII, que intuyó y quiso el concilio Vaticano II; y Juan Pablo I, cuyo pontificado fue «mostrado más que dado» (ostensus magis quam datus) a la Iglesia y al mundo. Fruto y expresión de un cristianismo enraizado y vivo, que ha escuchado del Obispo de Roma las palabras de siempre: «Sólo de Cristo la humanidad puede recibir esperanza y futuro». En un encuentro con el único Salvador del mundo que debe ser personal, razonable y cotidiano.

Palabras dirigidas, en cambio, a cualquiera que quiera escucharlo, que el Papa ha repetido con plena conciencia de la historia y de la modernidad, «en un mundo radicalmente cambiado». Esto es, en contextos frecuentemente difíciles y cambiantes, líquidos. Como el agua de la que brota la belleza de Venecia, la República «serenísima» que levantó, en honor de la Virgen, la basílica de la Salud, observó Benedicto XVI evocando imágenes inmediatas y eficaces. De hecho es en la modernidad -que el Papa contempla con lucidez y serenidad porque es el contexto brindado hoy por la Providencia- donde es necesario volver a proponer el «camino» cristiano. Frente a la crisis de la familia y los desafíos traídos por el materialismo y el subjetivismo, el Evangelio de Cristo debe «llevarse con sano orgullo y con profunda alegría», con confianza y simpatía.

Es lo que necesita la nueva evangelización; es lo que desean profundamente los jóvenes, llamados a un nuevo compromiso en el ámbito social y político; es de lo que hay que dar testimonio en todo contexto. Como sin duda ha hecho quien socorrió, en las últimas horas, a los inmigrantes náufragos en el mar de Lampedusa, dando un testimonio conmovedor y de por sí cristiano (naturaliter christianum). Para hacer que emerja del agua de este mundo la salvación traída por Cristo, en espera de alcanzar la belleza de la ciudad definitiva, la verdadera Serenísima.

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ZENIT Staff

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